Siete pastillas y dos sobres
Breve introducción a la locura crónica asistida.
Estamos en una habitación a oscuras. Sentados. Una voz se dirige a nosotros en medio de la más oscura nada.
– ¿Dónde está la ventana?
Hacemos un esfuerzo sobrehumano para responder con solvencia esa pregunta, preguntándonos a nosotros mismos de quién es esa voz.
– No lo sé. A mi derecha… no, detrás de mí. No lo sé, no lo tengo del todo claro. No con seguridad.
Desorientación.
Motocicletas poderosas y sinuosas carreteras comarcales a principios de los 80. Ahora estamos en el roqueo del astillero de jábegas. Ella toca la guitarra, tiene una voz preciosa; está cantando una canción revolucionaria.
Los mejores años fueron esos, no hay duda.
Carlos de Haya. El símbolo del mal. Su nombre evoca una dictadura represora y cruel, especialista en la erradicación de toda idea contraria o crítica a base de maltrato y manipulación psicológica de la masa, exhibiendo y asentando en el imaginario común todos los símbolos y héroes creados para tal fin.
Allí una artrosis degenerativa se la está llevando. Es inhumana nuestra fecha de caducidad.
El magnate ha llegado a la terraza. Quiere celebrar una comunión. La más fastuosa celebración de la costa. Quiere los 400 metros cuadrados de la terraza. Quiere la pista de baile, los jardines, los ficus, las yucas, las palmeras y los pinos. Quiere los billares, los futbolines; quiere los videojuegos, y te lo dice comiendo unas avellanas de tu máquina. Son cinco duros. Cacao.
Es el dueño de las tragaperras de toda la provincia, y en plena expansión. Le ha gustado el sitio y te hará una oferta que no podrás rechazar.
Si algo echas de menos es poder comerte un buen plato de cuchara.
Puede que sea la medicación, o quizás mezclarla con alcohol, pero el pulso lo has perdido. Eso y la memoria. No sabes qué están haciendo contigo exactamente, pero sientes cómo todo se va borrando, en voz baja, y te das cuenta de ello cuando empiezas a buscar, a revolver tus recuerdos en busca de algo en concreto.
Parece que alguien ha abierto esos cajones y lo ha desordenado todo. Y parece que se está llevando algo. Ni siquiera puedes comerte una porción de pizza sin que los champiñones acaben en cualquier sitio menos en tu boca.
La noche del secuestro estaba muy enfermo. Querían robar en una obra. Me amenazaron con un cuchillo enorme.
La lluvia vuelve al paseo y sorprende al vendedor de rosas. Lleva elegantes zapatos y pantalón negros y una camisa de rayas blancas sobre negro. Ni finas ni gruesas, rayas blancas sobre negro.
El reclamo perfecto para el ejecutivo agresivo que intenta ligar entre la barra y la máquina de tabaco. Ese es un insensible.
Volviendo al vendedor… Su corbata es rosa. Sus rosas son rojas, reales y envueltas en lámina de plástico transparente. Hoy están más frescas que nunca.
La gomina es impermeable y crea unos enigmáticos microsurcos donde se aloja el agua de lluvia. No se puede vender así. A menos que el fotógrafo hoy tenga uno de «esos días».
«Pero es que hoy te amo, y esta tarde me imaginaré saciando a tu mejor amiga.» -Adivinen-
La locura respetada suele ser realmente cordura ingeniosa y aventurera, pero no locura. La locura real se pudre en los bares del pueblo.
Arroyo de los ángeles. Un enrejado me separa del mundo exterior. Quiero un cigarro. Alguien está fumando en un radio de 500 metros. Estoy convencido. Aqui está, y aquí. No paran de pasar fumadores y yo quiero un cigarro. ¿Tiene un cigarro? ¿Me da un cigarro?
Están fumigándonos como a cucarachas. No sé con certeza de quién depende, a quién se le ocurrió la idea y de qué demonios se trata pero estoy convencido de que es malo, y que, entre otras cosas, buscan controlarnos. Podrían ser alienígenas, podrían ser castristas, o testigos de Jehová. Alguien está fumigándonos. Aun así hace una mañana estupenda.
Odio las aerolineas, las odio a todas por igual. Odio los aeropuertos como todo Internet. Aeropuertos en Internet si, Internet en aeropuertos… Quiero un cigarro. Uno electrónico. Quiero el cigarro electrónico con más megapíxeles que tenga, y lo quiero ahora. Pagaré al contado, vengo de Andorra, soy del PP y me suda todo la polla.
De noche no hay ozono. Bueno, hay, pero en unas proporciones inferiores que de dia.
Yo nunca he tenido un cuaderno. Dicen que así fue. Mienten. Todos mienten a mi alrededor. Lo del cuaderno es lo de menos. Era una librartera y eran momentos de los demás, nada de eso me pertenecía, ¡Dios me libre! Yo nunca he tenido un cuaderno. Acabé 5 de ellos antes que esta historia y sigo sin cuaderno.
Y mañana volvemos a empezar. Me tomaré estas siete pastillas, me beberé estos dos sobres. Me miraré al espejo después de lavarme la cara. No me reconoceré, no por mi enfermedad, no, sino porque el que era yo yace muerto ya hace rato.
Uno entre 680.000 fans
Así me siento cuando te pienso. Me siento como uno más de los seiscientos mil que alguna vez te desearon hasta los tuétanos. Y es que es imposible no despojarse del alma de uno cuando se te tiene delante la primera vez.
Misteriosa, completamente desconocida. Recuerdo de unas risas y miradas compartidas. Ternura, empatía, absoluta dulzura. Humildad y una sonrisa y unos ojos que deslumbrarían a la luna.
No sabes el miedo que me daba marcar tu número, no tienes ni idea. No es fácil, de verdad. Me gustaría verte en ese papel.
No es fácil, no, esto de estar al otro lado del silencio. Pero el hecho de que todas las opciones posibles sigan ahí es cuanto menos apasionante.
Perdona mi insistencia, mi impaciencia… Soy demasiado dado a la intensidad y no soporto la incertidumbre. Pero de verdad, ya no insistiré más. Conseguiré perderte antes de ganarte.
Nunca antes de ahora había sentido este remolino interior ante la mirada de nadie. La risa nerviosa me invadía cuando me sonreías. No podría pasar de algo así ni siquiera bebido. No me perdonaría dejar pasar la oportunidad de seguir conociéndote. De saber hasta dónde me soportas, hasta dónde te revoluciono también yo.
Seré el 574.000, el pesado, el excéntrico, el encantador, el loco, el viejo, el charlatán, el culto. Sería cualquiera de esos 680.000 si consiguiera con eso volver a sorprenderte, volver a robarte la sonrisa, las palabras y algún minuto.
No voy a culpar a la primavera de esto, yo soy el único culpable de querer descubrirte y alegrarte los amaneceres.
Y no se me ha ocurrido mejor manera de contártelo que enseñándote mi blog.
Y es que, este amanecer de domingo también te pertenece un poco.
Si todo esto te aterra en lugar de conmoverte descuida, a mí me da más miedo que a ti.
La habitación de las 57 regletas
En la habitación de las 57 regletas, las mesitas de noche se apilan. se convierten así en cajoneras muy útiles en las que pueden guardarse desde golosinas a viejos teléfonos móviles reconvertidos en pequeños e individuales transistores. En este sentido cabe destacar el gracioso instante en que la charla se convierte en mero pasatiempo, justo antes del comienzo de cualquier programa radiofónico que resulte de interés.
En la habitación de las 57 regletas conviven tecnoadictos, con un montón de cachivaches que requerirían, de estar todos activados a la vez, un total de 286 enchufes. ¿Exagerado? Cuenten cuántos aparatos eléctricos utilizan en sus casas y hagan la cuenta.
Buenas noches.
Frente a la puerta de embarque 46b
Odio conducir un carrito de la limpieza. Odio que este carrito se haya convertido en lo único con ruedas que puedo conducir (sí, tambien tengo prohibidos los carritos de supermercado). Odio esta mopa mugrienta que podría rellenar quinielas ella sola si la sacaran de este aeropuerto. Odio a la gente que no sube la tapa antes de orinar. Odio verla a ella, acercándose a la puerta de embarque 46b.
Sí, así es. Conseguí este trabajo de mierda justo en el momento en que te miraban mal si hablabas de lo mierda que es tu trabajo, aunque fuera la mayor mierda. Conseguí este trabajo y lo hice por amor. Por amor a la mierda, podrían pensar ustedes. No, por amor a ella. Porque ella tiene un billete de solo ida y la única estúpida manera que se me ocurrió de pedirle matrimonio fue la de calzarme este uniforme de empleado de la limpieza. ¿Absurdo? Era la única manera de cerciorarme de que realmente cogía ese avión, o de que, por el contrario, lo perdía.
En serio, mi plan es infalible. Tengo un huevo «kinder» en mi bolsillo. Dentro de ese huevo kinder está el huevo amarillo que contiene la sorpresa. Pero no es una sorpresa cualquiera ya que me he encargado de meter el precioso y jodidamente caro anillo de compromiso en él. Incluso de maquetar e imprimir unas instrucciones en las que puede verse una mano y otra portando el anillo, con indicaciones claras sobre el dedo donde debe ir el susodicho.
Mi plan sería infalible, rectifico. ¿Por qué tiene que haber avisos de bomba siempre que intento pedir matrimonio a alguien? Ella y todo el pasaje acaba de ser evacuado en mis propias narices y en una dirección que no alcanzo a distinguir entre tanta muchedumbre. Por supuesto ningún empleado de seguridad ha tenido la deferencia de mirarme siquiera a la cara. Sólo soy el chico de la limpieza. Prescindible.
Mientras todo esto revienta o no, al menos puedo estar convencido de una cosa: hoy no voy a utilizar el cartel de advertencia de piso mojado.
Cuatro giros sobre un mismo eje (el 41)
Cuando la compañía de teléfonos se enteró de todo, ya era demasiado tarde.
Aquella mañana estrenaba sombrero. Si algo había en el mundo que le mantuviera absorto e hipnotizado durante horas, ese algo era sin duda la visita a la sombrerería «El Cid» y los largos ratos de conversación con su dueño. Aquel era sin duda el caballero que mejor sabía vestir sombrero con la fortuna, además, de que su pasión por tal arte le confería un don único para dar a cada cabeza su complemento perfecto.
El sol picaba, picoteaba la piel con cada gota de sudor y aquel periódico gratuito ya se estaba desintegrando. Ya en la estación, el recibidor cubierto y climatizado dio tregua a su deshidratación acelerada. Hoy había sido más puntual de lo habitual por lo que se decidió a beber un botellín de agua en la cafetería frente a los andenes.
Aquella mañana había madrugado mucho. Él solo madrugaba en dos supuestos: o bien Ella preparaba café, o había carreras en el viejo canódromo. A veces, estos dos supuestos coincidían. Pero si Ella hacía café, jamás él sería capaz de ganar en las carreras. Sólo valdría para escribir o atender el invernadero.
A quién se le ocurrió la extraña idea de organizar carreras de gárgolas robóticas era algo en lo que a él no le gustaba nunca pensar. Cada vez que recordaba el esfuerzo de todos sus ancestros por mimar a todos esos distinguidos galgos y asistía a esas artificiales e insulsas competiciones no podía menos que indignarse. Aunque estuvieran haciéndole rico.
Ya en el vagón y tras el control rutinario de billetes se encontró con Frank, su socio. Se sentó frente a él, junto a la ventana.
– Las apuestas vuelven a estar cuatro a uno.
– Lo he leído en la estación. Seguiremos la hoja de ruta habitual.
– He oído que los federales están muy atentos… habrá que tener cuidado.
– De eso me encargo yo.
Las carreras de gárgolas se diferenciaban de las viejas carreras de galgos en muchos aspectos. El primero de ellos era la duración del espectáculo. En las primeras mangas, la gárgola más rápida se clasificaba para la gran final. Las gárgolas corrían y corrían hasta que se quedaban sin combustible en esa última carrera. Los trucajes estaban penalizados pero eran una constante y suponían el verdadero encanto de la competición.
Y allí, en la taquilla, volvía a repetir el ritual de cada carrera. Sólo tenía que apostar por la gárgola perdedora y el destino haría lo demás. El destino y por supuesto aquel impulso electromagnético que fundiría a las demás gárgolas a su paso por una de las curvas del viejo canódromo.
Cuando pensó en las dos primeras hipótesis que le valieron el título de doctor («el niño es el mejor producto» y «si hay un canal de comunicación abierto nunca se ha de cerrar»), simplemente volvió a sonreír.
Había vuelto a ocurrir. Se había quedado dormido. La alarma de su despertador sonó a la hora prevista y fue desconectada por un acto reflejo del dedo pulgar, el índice; la pelvis, cuello y cabeza y había conseguido volver al estado de semiconsciencia (me costó escribir la palabra consciencia). Mi padre me llama, sigo con lo del madrugón en seguida.
En ese estado descubrió que su madre se acercaba cual escualo en alta mar por lo que se apresuró a abrir con energía sus ojos con el fin de que ella le viera «despierto y preparado para moverse de su cama». Ella abrió la puerta y le miró fijamente a los ojos. Él le devolvió la mirada. Su madre volvió a abandonar la alcoba. Él había ganado.
Supongo que el secreto para que no importe el final de un cuento es que éste sea interesante.
David y las marionetas.
Lo de siempre, un niño feliz. David llama marionetas a toda esa gente que tiene la suerte de practicar paramotor. Ciertamente están colgados de varios hilos y flotan, siendo poco dueños de su destino más inmediato. La familia de David se va hacia casa, pero antes, un familiar más mayor se acerca al niño, separado de la manada y absorto por el espectáculo del cielo.
– Pues yo quiero verlas- David confiesa a su ancestro.
– Es que no se ven.
– Pues yo quiero verlas- repite más triste.
Pues nada, yo te las dibujaré.
El familiar sentencia. -Tengo en casa un regalo para ti- sorprende al chaval con esas 7 palabras.
– ¿Qué es? ¡Dame una pista!
– Es una bola… ¡que tiene luz!
– ¿Sí? ¡Eso a mí me encanta! – el niño regocija desmesuradamente, poniéndose incluso nervioso. Intenta explicarnos a todos los presentes que en casa hay un regalo para él y consiste en una esfera que tiene luz.
Esto pasa cuando dejas tu cuaderno para que alguien escriba y dejan un hueco en medio de una página, desperdiciándose espacio pero dando una segunda oportunidad a ese trozo de papel en el futuro. Son realmente los mensajes que llegan del futuro, si lees la libreta cronológicamente. Escribes en rojo lo que acabas de vivir y luego lo cuentas en tu blog. Al final el 41 va a venir cargadito.
Por supuesto ninguna de las gárgolas acabó destruida, los federales apostaron duro por aquella carrera y un disparo certero acabó con toda la elegancia de su sombrero y, por supuesto, con la mayoría de las conexiones de su cerebro. No pudo por tanto introducir la clave correcta en el dispositivo que regularía la intensidad del impulso.
Consiguió que todos los teléfonos del canódromo enviaran un sms de control al sistema que saturó los servidores pero les habría hecho ricos. Todas las redes de telefonía pasaron a ser inútiles en un par de segundos.
Egun on, buenos días, guten Morgen. ¿Estás despierta?
Por tanto, y sabiendo que no es nada original que después de una historia maravillosa todo haya sido un sueño, han de saber que leen una declaración de cariño.
Y es que, gracias a ti, a veces, todo parece un sueño.
39 que parecen 19
Los años no pasan en Valdi, una hamburguesería clásica del centro histórico de la ciudad que me vio nacer. Juventud divino tesoro… Todos hemos oído esas frases alguna que otra vez, incluso sin la variación con claras pretensiones publicitarias. La verdad es que si hay algo cierto en toda esta amalgama de palabras sin sentido es que nos damos cuenta de las cosas tarde, por norma general, y no solemos valorar lo que tenemos.
Eso no le pasaba a Lois Lane. Ella había sido la única mujer que consiguiera arrebatarle el corazón al extraterrestre más atractivo pero inocente que jamás pisó nuestro planeta.
Como escribiera el genio en alguna ocasión, «si te ligas a Superwoman, algo de Superman se te queda». Algo parecido le pasaba a Lois aquella noche. Los años habían pasado, su hombre se había marchado a arreglar las cosas en otras galaxias y aquí estaba ella, víctima de su carácter, de sus reglas del juego.
Lois le puso las cosas muy claras: «esos calzoncillos no van por fuera y yo necesito mi espacio». A un ser de otro planeta no puedes hablarle del espacio sin que interprete tus palabras astronómicamente. Superman, terriblemente enamorado de Lois y ante las demandas de «espacio vital» de ésta, desapareció, poniendo tierra-luz de por medio.
En ese momento, tanto Lois como Clark descubrieron una verdad aplastante que aún hoy vive disimulada dentro de algunos centros comerciales: las mujeres nunca están contentas.
Y no lo digo yo, estudios independientes que ya certificaron en su día que el Actimel es mejor que Diamel y Hacendadomel, corroboran esa frase, a priori, tan machista.
Aquella noche fueron 39 el número de infracciones de tráfico que cometió Lois. Hay infinitas infracciones al día y para poner fin a todas ellas en un radio de unos 150 metros a la redonda solo hace falta una pareja de la Guardia Civil.
Una pareja de la Guardia Civil, para los más aventados, son dos personas uniformadas y motorizadas que siembran el pánico y convierten el lugar donde se encuentren en el sitio más tranquilo, pacífico y legal del mundo. Son junto a los Jedi, las únicas personas autorizadas para poseer un sable de luz y desmantelar todo tu coche (eso sí, de muy buenas maneras). También son los únicos que pueden merodear armados por lúgubres parajes después de la puesta de sol y suelen hacer muy buenas migas con los hosteleros de los pueblos por los que patrullan. Podrán reconocerlos gracias a su imponente bigote coche patrulla o a su color verde olivo.
Lois, periodista sagaz e intrépida sabía cómo salir de la cuanto menos delicada situación a la que se iba a enfrentar: Había recibido el alto de la Guardia Civil.
Ser capaz de flirtear como una chica de 19 años cuando tienes 39 no parece difícil. Difícil es en cambio que, al salir del coche para que el agente lo registre, realmente luzcas un cuerpo de 19 años y no de 39. Artesanía de bisturí. Todo es posible en este pueblo, pensó el otro agente cuando descubrió todo tipo de armas y restos de sangre en el maletero de nuestra periodista.
¿Dónde estaba Superman? Lejos, muy lejos, a años luz de nosotros, de ella. Porque aunque seas Superman no vas a estar todos los días cambiando el sentido de rotación de un planeta para tener contenta a una mujer. Aunque es justo lo que ellas quieren hasta que lo ven excesivo, claro.
Las mujeres nunca están contentas y nosotros seguimos con los calzoncillos por dentro. Está claro que todo es culpa de todos.
35 segundos
Lo que aguantaron nuestros labios al acercarse
mientras nuestros corazones saltaban en nuestro pecho;
treinta y cinco segundos los que soporté
no estar más cerca de ti.
Ahora que todo eso pasó,
ahora mismo,
sólo puedo pensar en volverte a besar.
El recuerdo, el sabor y el tacto de tu piel bajo mis dedos,
tu respiración y mis labios húmedos
fundiéndose con los tuyos.
Me llamarás cochino, lo sé.
Y yo lo refutaré
treinta y cinco veces, al menos
hasta llegar a ningún acuerdo,
hasta admitir que todo esto fue culpa de los dos
que todo esto no se diera antes
que todo esto, con una fecha de caducidad mal etiquetada
fuera capaz de superarnos.
Porque no se llenan 35 versos con 35 noches, ni siquiera con 35 besos
y mientras el tiempo pasa,
nuestros pensamientos juegan con otras reglas
que no vamos a ser nosotros los que las entendamos
ni por tanto los capaces de infringirlas;
porque ya se sabe:
para transgredir la norma,
primero hay que conocerla y dominarla
y ni siquiera nos conocemos aún.
Por suerte tengo un plan
y te confieso, al besarte yo era un flan.
Es tan sencillo que asusta
porque la sencillez asusta:
dedicaré mis soles y mis lunas
a conseguir que también sean tuyos,
eso sí, de una en una.
Ese es mi plan. Si lo quieres, es tuyo.
—
Supongo echan de menos al escritor ebrio que escribía sobre palizas en casinos o cadáveres en tiendas de alimentación oriental. Está de vacaciones. El millón y medio de visitas a la hora de este blog le ha consagrado como bloggero en Papúa-Nueva Guinea donde no para de dar conferencias. Yo, un humilde poeta de complejos desmedidos, me encargo de actualizar a muy buen precio este insensato blog.
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