Frente a la puerta de embarque 46b
Odio conducir un carrito de la limpieza. Odio que este carrito se haya convertido en lo único con ruedas que puedo conducir (sí, tambien tengo prohibidos los carritos de supermercado). Odio esta mopa mugrienta que podría rellenar quinielas ella sola si la sacaran de este aeropuerto. Odio a la gente que no sube la tapa antes de orinar. Odio verla a ella, acercándose a la puerta de embarque 46b.
Sí, así es. Conseguí este trabajo de mierda justo en el momento en que te miraban mal si hablabas de lo mierda que es tu trabajo, aunque fuera la mayor mierda. Conseguí este trabajo y lo hice por amor. Por amor a la mierda, podrían pensar ustedes. No, por amor a ella. Porque ella tiene un billete de solo ida y la única estúpida manera que se me ocurrió de pedirle matrimonio fue la de calzarme este uniforme de empleado de la limpieza. ¿Absurdo? Era la única manera de cerciorarme de que realmente cogía ese avión, o de que, por el contrario, lo perdía.
En serio, mi plan es infalible. Tengo un huevo «kinder» en mi bolsillo. Dentro de ese huevo kinder está el huevo amarillo que contiene la sorpresa. Pero no es una sorpresa cualquiera ya que me he encargado de meter el precioso y jodidamente caro anillo de compromiso en él. Incluso de maquetar e imprimir unas instrucciones en las que puede verse una mano y otra portando el anillo, con indicaciones claras sobre el dedo donde debe ir el susodicho.
Mi plan sería infalible, rectifico. ¿Por qué tiene que haber avisos de bomba siempre que intento pedir matrimonio a alguien? Ella y todo el pasaje acaba de ser evacuado en mis propias narices y en una dirección que no alcanzo a distinguir entre tanta muchedumbre. Por supuesto ningún empleado de seguridad ha tenido la deferencia de mirarme siquiera a la cara. Sólo soy el chico de la limpieza. Prescindible.
Mientras todo esto revienta o no, al menos puedo estar convencido de una cosa: hoy no voy a utilizar el cartel de advertencia de piso mojado.
45 acordes robados
No parecía importarle a nadie el pésimo estado del piso. Nadie se fijaba en los ceniceros llenos. Pasaba desapercibido incluso el cartel de «cerrado».
Aquel local era lo más parecido a un taller de reparaciones que el hombre civilizado ha conocido. El viejo pianista ante el flamante piano tocaba de nuevo las mismas canciones que había tocado durante las últimas tres décadas. Tampoco importaba. El público no quería nada nuevo; siempre lo de siempre, con hielo y mucha melancolía.
Enrique no entendía por qué seguía limpiando vasos si nadie soltaba el suyo. Tampoco de dónde salían los vasos limpios, mojados y calientes. Cuando pasas media vida haciendo lo mismo, el mundo acaba por pasar también desaparecido.
El cliente siempre tiene la culpa. Sobre todo cuando el cliente es esa chica rubia de sonrisa diabólicamente sugerente. Esa que viene agarrada del brazo de un hombre distinto cada día. Esa del lunar en la comisura del labio, de los ojos negros como el centro del ébano y de labios rojos, rojos como una fresa suicida.
La última noche que «El gondolero» abrió sus puertas, Enrique se acercó a la entrada con un cigarrillo negro entre sus dedos. Observó durante unos segundos el exterior, el «mundo de fuera». Suspiró y ajustó con precisión su pajarita blanca. Miró a Cristóbal y con un leve gesto de muñeca le comunicó que podía empezar a tocar.
Aquella noche desapareció el cartel de «cerrado» como desapareció el vodka. No de la misma manera, claro, pero sí con la misma rapidez.
Ella volvió como cada noche pero esta vez sin compañía. Se acercó a la barra y pidió un San Francisco, lo de cada noche pero con más desdén. Solo había una cosa que excitara más a Leonor que disfrutar de la imagen de Enrique trabajando para ella…
Sus celos.
Pero aquella noche Enrique era un hombre libre. Y no hay nada más peligroso que un hombre libre. Aquella noche no secó un solo vaso, no hizo ninguno de sus famosos y respetados cócteles, no atendió el teléfono ni respondió preguntas acerca de los resultados deportivos. Aquella noche en la que el cartel de «cerrado» ni siquiera estaba en su sitio no cerró el local.
Hacía falta algo más que valor para cerrar aquel sitio y apenas le quedaban convicción y mucho amor propio.
Cruzó el marco de la puerta y miró hacia atrás por última vez. Las lágrimas en los ojos de Leonor, las risas enfermizas de los clientes habituales y el rostro triste y desgastado de Cristobal; tocando esos últimos cuarenta y cinco acordes robados.
Muchos dijeron que huyó. Él insiste: simplemente abandonó.
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