Se puede ser más estúpido

Mayores de 65

Posted in Ich, Pablo by El autor on 22/08/2014

Nota del autor: Este texto supone el fracaso durante más de un año de llevar adelante una idea concreta, con un tema concreto y pensado en muchos ratos. Mayores de 65 quería hablar de las personas mayores. El abuelo se marchó y sentí la necesidad de convertirlo en un homenaje, pero dejé de ser capaz de escribir. Incluso pensé en lo más sencillo: transcribir mi libreta y mi Twitter de esas fatídicas horas en las que me despedí de él. Pero tampoco me atrevía a escribir las palabras más duras de mi vida. Se retoma el texto finalmente después de despedir a otra abuela y de querer convertirlo en un homenaje a todos los abuelos. Gracias por su paciencia.

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¡Vaya por Dios! Tengo una zanja delante de mi portal. ¿Y ahora, qué?

El pan olerá a polvo. Eso seguro. El exquisito pan recién hecho del viejo obrador va a oler a mezcla. Qué asco. Toda la vida tragando lodos y barros, conseguir jubilarse junto a una panadería con productos frescos para salir de casa y tropezar mortalmente. La gente se muere delante de su casa.

¿Quién entiende a los nietos? Sus padres no, nunca lo harán. Invertirán toda su vida en ello, pero de nada servirá. Quizás es por ello que hay un vínculo que rompe el espacio-tiempo, saltando generaciones y con ellas prejuicios y fobias, que juega a la experiencia y al primer estímulo. A la necesidad de adaptación que la trepidante vida nos obliga. Cuando se va un abuelo, cuando se marcha una abuela, la mismísima tierra se abre ante tus pies, enterrando años y recuerdos delante de ti.

La muerte del pobre se parece muy poco a la del rico. Bueno, realmente la muerte se parece, pero ni de lejos el proceso previo ni el ritual posterior.

El año volvía a terminarse. Y es que así parecía que fuese. Un mismo relato contado incontables veces. Otra Nochevieja. Los días se parecen los unos a los otros, se intercambian entre sí. Cuando te resulta difícil recordar tu nombre, las semanas empiezan a ser demasiado raras para que resulten cómodas.

Las abuelitas solitarias se reúnen cada tarde en el porche acristalado de la casa; mecidas en la sobremesa televisiva, solo el paso de algún vehículo dominguero o una eventual visita consigue traerlas de vuelta de nuevo.

Parece un metro vacío, pero aquella niña sonríe mirando de un lado a otro de la estación. Sus calcetines largos y su vestido a juego (nunca sé qué va a juego con qué), sus canciones infantiles y ese continuo diálogo que mantiene con las paredes me hipnotiza por un momento.

Me montaba en el metro de mi ciudad por segunda vez en mi vida. La primera para mi padre, que me acompañaba. Yo bromeaba con él, por el hecho de que habíamos llegado a ver en vida un metropolitano en la ciudad y él recordaba con dolor que el abuelo no lo había podido ver. Pese a haber sido testigo desde su balcón de las faraónicas obras del suburbano.

Las navidades en casa del abuelo.

Había pocas cosas que le gustaran más al abuelo que el crepitar de los leños en la chimenea. Podía pasar horas observando cómo la madera se consumía en el sublime espectáculo del fuego. Pocas cosas más que regar un jardín, que trabajarlo día tras día, que hacerle la merienda a cualquiera de sus nietos.

A él le debo mi amor por el ferrocarril; nunca olvidaré el Talgo Virgen del Carmen que me regaló. Un Ibertren de la escala HO que sigue conmigo, y que fue el comienzo de la fascinación que hasta hoy mantengo hacia ese medio de transporte. Y hacia casa del abuelo iba ayer mismo en metro.

Dos meses después de comprarme la cámara de fotos de mi vida, compañera de trabajos, de proyectos, de fiestas e ilusiones; fui a enseñársela a él. Empezaba a descuidarse su cerebro a la hora de contarle ciertas cosas que acababan de pasar, pero gozaba de total autonomía para deambular por casa. Entonces me dijo, tras alabar mi nueva herramienta:

—Te voy a regalar una cámara. A lo que yo respondí que acababa de comprar una, que estaba muy cubierto en ese asunto. No obstante hizo caso omiso a mis palabras y salió del salón. La siguiente imagen que recuerdo fue la de él volviendo con una Polaroid 600, con la que décadas antes me había retratado. Antes de su marcha fue la última gran sorpresa que le dio a alguien muy falto de ellas.

Puedo pasear cerca de ti a cualquier hora. Aunque sabes que ya no voy  a la plaza tanto como antes.

Hoy vi a una nieta llorar desconsoladamente. Ni siquiera los terroríficos sonidos hidráulicos de la máquina que posicionaba el féretro de su abuela lograban acallar ese llanto que provenía desde su mismísima alma. Me dieron ganas de abrazarla, como hice con su tía una hora antes, y con su abuelo, a quien también dedico este esperpento.

Me vi a mí, te vi a ti, nos vi a todos ante ese momento con el que se fabrica el mal. Esa impotencia, ese «se acabó», ese adiós sin réplica, ese temblor nervioso. Esa negación hacia la mismísima vida, esa rabia tonta, como si no supiéramos que ocurría.

Mientras, en los despachos, los abuelos son un estorbo, pero un buen saco de votos.

Dice la leyenda que los abueletes habitan por siempre las obras que sufrieron durante sus últimos años de vida, esas que les convirtieron en infierno la visita a la panadería, o la excursión a la «parada provisional» del autobús. Quizás por eso los mayores de 65 miran tanto las obras. Quizás no estén controlando a los peones, sino buscando su nuevo hogar.