75 derribos y un imán
Maldita sea. De nuevo he olvidado la contraseña de este blog. Aquí estoy, de todas formas. O cualquiera haciéndose pasar por mí. Si tiene buena letra, os aseguro que no soy yo.
Venía hacia casa pensando en Pablo, en mi sobrino segundo. Yo qué sé, el primogénito de mi prima. El caso es que pablete, que casi sobrepasa ya mi mentón, tiene ya dos hermanos pequeños, y de seguro ya ha hecho suya la responsabilidad de que sus dos hermanos pequeños crezcan sanos y salvos.
De la misma forma he de admitir que llevo mucho tiempo sin escribir cuentos como los que en otro tiempo te dedicaba. Este escrito de hoy va para ti, muchacho.
Me encantaría contarte sobre castillos en islotes convertidos en parques temáticos con autobuses siameses y puñados de exaltados japoneses. Esa sería buena, pero apenas termino de escribir esta línea, la última casa del barrio caía presa de la ruina.
imaginen una app para cribar la mediocridad. Una especie de mediocriapp que los escritores tuviéramos para, de una vez por todas, dejar de publicar mierda.
Como en todos estos grandes avances tecnológicos donde toda una sociedad, casi la totalidad de la población mundial, tiene que adaptarse por narices; el aspecto de la aplicación será muy intuitivo.
La inteligencia artificial, que será la artífice de nuestro éxito o fracaso, se mostrará en el margen inferior derecho de nuestra pantalla, y dependiendo de la calidad y el sentido de nuestra creación, podrá (siempre de forma simbólica, recordemos) sonreir o, incluso llorar. Esas pequeñas lágrimas digitales que el autor vea en su pantalla, le darán el impulso que necesitaba para destruir ese documento y empezar de cero.
Con esto, querido Pablo, solo quería decirte que el mundo está lleno de publicidad, y de la mala en la mayoría de los casos.
Lo que no es mentira es que nos estamos quedando sin árboles y sin casas viejas. Y eso es un problema que en mayor o menor medida va a comprometer a tu generación.
Ellos expropiaron por el bien de la humanidad. La gran lanzadera es una realidad. Ayer vi las primeras pruebas. Nos han dejado a todos asistir a esa verdadera locura. Hace 100 años, pensar en energía nuclear limpia sobre la superficie terrestre era cosa de chiste. Y ahora resulta que… Ya lo habrás dado en el colegio.
Se supone que ese primer electroimán va a sostener a toda una ciudad. Y parece que ya ha comenzado.
Mayores de 65
Nota del autor: Este texto supone el fracaso durante más de un año de llevar adelante una idea concreta, con un tema concreto y pensado en muchos ratos. Mayores de 65 quería hablar de las personas mayores. El abuelo se marchó y sentí la necesidad de convertirlo en un homenaje, pero dejé de ser capaz de escribir. Incluso pensé en lo más sencillo: transcribir mi libreta y mi Twitter de esas fatídicas horas en las que me despedí de él. Pero tampoco me atrevía a escribir las palabras más duras de mi vida. Se retoma el texto finalmente después de despedir a otra abuela y de querer convertirlo en un homenaje a todos los abuelos. Gracias por su paciencia.
——
¡Vaya por Dios! Tengo una zanja delante de mi portal. ¿Y ahora, qué?
El pan olerá a polvo. Eso seguro. El exquisito pan recién hecho del viejo obrador va a oler a mezcla. Qué asco. Toda la vida tragando lodos y barros, conseguir jubilarse junto a una panadería con productos frescos para salir de casa y tropezar mortalmente. La gente se muere delante de su casa.
¿Quién entiende a los nietos? Sus padres no, nunca lo harán. Invertirán toda su vida en ello, pero de nada servirá. Quizás es por ello que hay un vínculo que rompe el espacio-tiempo, saltando generaciones y con ellas prejuicios y fobias, que juega a la experiencia y al primer estímulo. A la necesidad de adaptación que la trepidante vida nos obliga. Cuando se va un abuelo, cuando se marcha una abuela, la mismísima tierra se abre ante tus pies, enterrando años y recuerdos delante de ti.
La muerte del pobre se parece muy poco a la del rico. Bueno, realmente la muerte se parece, pero ni de lejos el proceso previo ni el ritual posterior.
El año volvía a terminarse. Y es que así parecía que fuese. Un mismo relato contado incontables veces. Otra Nochevieja. Los días se parecen los unos a los otros, se intercambian entre sí. Cuando te resulta difícil recordar tu nombre, las semanas empiezan a ser demasiado raras para que resulten cómodas.
Las abuelitas solitarias se reúnen cada tarde en el porche acristalado de la casa; mecidas en la sobremesa televisiva, solo el paso de algún vehículo dominguero o una eventual visita consigue traerlas de vuelta de nuevo.
Parece un metro vacío, pero aquella niña sonríe mirando de un lado a otro de la estación. Sus calcetines largos y su vestido a juego (nunca sé qué va a juego con qué), sus canciones infantiles y ese continuo diálogo que mantiene con las paredes me hipnotiza por un momento.
Me montaba en el metro de mi ciudad por segunda vez en mi vida. La primera para mi padre, que me acompañaba. Yo bromeaba con él, por el hecho de que habíamos llegado a ver en vida un metropolitano en la ciudad y él recordaba con dolor que el abuelo no lo había podido ver. Pese a haber sido testigo desde su balcón de las faraónicas obras del suburbano.
Las navidades en casa del abuelo.
Había pocas cosas que le gustaran más al abuelo que el crepitar de los leños en la chimenea. Podía pasar horas observando cómo la madera se consumía en el sublime espectáculo del fuego. Pocas cosas más que regar un jardín, que trabajarlo día tras día, que hacerle la merienda a cualquiera de sus nietos.
A él le debo mi amor por el ferrocarril; nunca olvidaré el Talgo Virgen del Carmen que me regaló. Un Ibertren de la escala HO que sigue conmigo, y que fue el comienzo de la fascinación que hasta hoy mantengo hacia ese medio de transporte. Y hacia casa del abuelo iba ayer mismo en metro.
Dos meses después de comprarme la cámara de fotos de mi vida, compañera de trabajos, de proyectos, de fiestas e ilusiones; fui a enseñársela a él. Empezaba a descuidarse su cerebro a la hora de contarle ciertas cosas que acababan de pasar, pero gozaba de total autonomía para deambular por casa. Entonces me dijo, tras alabar mi nueva herramienta:
—Te voy a regalar una cámara. A lo que yo respondí que acababa de comprar una, que estaba muy cubierto en ese asunto. No obstante hizo caso omiso a mis palabras y salió del salón. La siguiente imagen que recuerdo fue la de él volviendo con una Polaroid 600, con la que décadas antes me había retratado. Antes de su marcha fue la última gran sorpresa que le dio a alguien muy falto de ellas.
Puedo pasear cerca de ti a cualquier hora. Aunque sabes que ya no voy a la plaza tanto como antes.
Hoy vi a una nieta llorar desconsoladamente. Ni siquiera los terroríficos sonidos hidráulicos de la máquina que posicionaba el féretro de su abuela lograban acallar ese llanto que provenía desde su mismísima alma. Me dieron ganas de abrazarla, como hice con su tía una hora antes, y con su abuelo, a quien también dedico este esperpento.
Me vi a mí, te vi a ti, nos vi a todos ante ese momento con el que se fabrica el mal. Esa impotencia, ese «se acabó», ese adiós sin réplica, ese temblor nervioso. Esa negación hacia la mismísima vida, esa rabia tonta, como si no supiéramos que ocurría.
Mientras, en los despachos, los abuelos son un estorbo, pero un buen saco de votos.
Dice la leyenda que los abueletes habitan por siempre las obras que sufrieron durante sus últimos años de vida, esas que les convirtieron en infierno la visita a la panadería, o la excursión a la «parada provisional» del autobús. Quizás por eso los mayores de 65 miran tanto las obras. Quizás no estén controlando a los peones, sino buscando su nuevo hogar.
63 amperios
De nuevo allí, junto al escenario. De nuevo el murmullo del público, el olor a perfumes caros, las risas de las mujeres y la voz del jefe de sala.
La inauguración de un Gran Teatro siempre es un acontecimiento importante para cualquier ciudad. Autoridades, artistas de renombre, infinitas alfombras y la prensa; la maldita prensa local. Esos reporteros no distinguirían un guepardo de un leopardo ni aunque sus vidas les fueran en ello. Ni siquiera yo puedo distinguirlos, ciertamente, pero eso no es lo importante. Odio sus cuadernos de notas, sus bolígrafos afilados, sus críticas construidas desde la más vulgar envidia. Sus acreditaciones, que confunden a menudo con el derecho a entrometerse en tu trabajo.
Malditos chupatintas, venderían su casa, su coche, a su madre y sus vidas con tal de ganar algo de fama. Especialistas en banalizar el arte, y en sacralizar a esa celebridad fotografiada junto a un primate, practicándole sexo oral. Yonquis de la noticia basura, de la fugacidad, de la superficialidad y la saturación.
Y ahí están, en primera fila, como reyes, ¡qué digo reyes, como malditos emperadores! Mañana se quejarán de todo: se quejarán de la temperatura del aire acondicionado, del olor a pintura, del retraso en la apertura, se quejarán del secador de manos, del ambigú, del telón y de la luz.
Se desmaya la luz, el regidor empieza a vociferar por el intercomunicador. Todos están prevenidos. Comienza el espectáculo.
El silencio se apodera de la sala. El público expectante comienza a distinguir siluetas tras la subida de telón. Empieza a sonar un teléfono móvil. Mataría con mis propias manos al malnacido que no ha apagado su teléfono. Pero no, tengo que estar aquí, en este cuarto, mirando cómo estos cacharros se calientan, oyendo sus zumbidos, controlando que ninguna de las cientos de resistencias que los componen decida quemarse.
Entonces, el desastre.
El equipo de escenografía pide ayuda. Uno de los integrantes acaba de lastimarse la muñeca en el último movimiento de telones. Faltan treinta segundos para el cambio de escena y hay dos manos menos en la galería. Agarro el intercomunicador con firmeza y me ofrezco sin vacilar al regidor.
—Alfredo, yo estoy…
—Ni se te ocurra moverte de tu sitio —me grita preso de la cólera.
—Alfredo, no hay nadie más —confiesa preocupado el jefe de escenógrafos.
Silencio, tensión absoluta y respuesta del regidor:
—Corre, corre hacia arriba y cuando hagáis el cambio, vuelve a bajar. ¡Rápido, maldita sea!
Obedezco. Me pongo los guantes, dejo el intercomunicador y corro hacia la galería para realizar el cambio de escena. Todo se ha solucionado a tiempo. La dramática música sobrecoge al público mientras las luces brillan en todo su apogeo. Caen los telajes, cambia la atmósfera, los aplausos camuflan el ruido de las poleas, los gritos de Alfredo, los obturadores de la prensa… y el zumbido agonizante de las resistencias.
Entonces, el desastre.
Oscuridad, humo y olor a quemado. Se activan las luces de emergencia, el público enloquece. Nadie sabe que pasa, pero yo puedo imaginármelo. Puedo imaginarme en la cola del desempleo; ya me veo charlando con la funcionaria de turno, acerca de mi dilatada experiencia, de mi mujer, de mi hipoteca. Puedo imaginarme toda esa miseria en mi camino hacia el cuarto de reguladores, ya pasto de las llamas. El humo es insoportable, y el extintor ¡no funciona! No funciona o me acabo de cargar la manivela. Corro a por una manguera, mientras todo el personal intenta desalojar al público.
Pienso en los titulares de mañana, en cómo estará disfrutando esa manada de buitres carroñeros. Pienso en ello mientras desenrollo por completo esta manguera del demonio. Pienso en el infierno, en las llamas, y en lo cerca que he estado, y de hecho estoy de acabar achicharrado por amor al arte. Me indigno mientras abro la llave de paso, agarrando la manguera con firmeza me dispongo a tirar la puerta del cuarto de reguladores. Soy un maldito héroe y mañana la prensa hablará de lo áspero que es el papel higiénico del Teatro.
Y, la verdad, me da igual que la gente ignore mi heroicidad mientras todo el mundo sepa lo áspero que era el papel higiénico del Gran Teatro de aquella ciudad.
3 x 2
Pablo, no lo leas hasta que no seas mayor. Pregúntale a mamá cuánto es eso.
El engaño. Pague 3 y lleve dos. ¿Usted que quería comprar una unidad y llevarse otra gratis va a tener que pagar dos unidades si quiere que no le cobren más por ello?
Era analista de sistemas y sólo tenía que revisar un par de cosas muy de vez en cuando. Dinero fácil y protección jurídica por un tiempo… Fue así como llegó a pertenecer a la mafia.
Había jugado a más de un juego de mafiosos y vestía camisetas de «El Padrino» sin pretensiones aparentes pero aquella noche parecía que su bajada a los infiernos estaba cada vez más cerca.
Por eso decidió llamar a su mujer para acostarse con ella, al menos un par de veces, antes de verse obligado a despedirse para siempre.
Ella estaba radiante. Lástima que una imagen valga más de mil palabras y que esa imagen sólo esté en mi mente.
¿Saben que si yo escribo la palabra pío hay un montón de gente que sabe de lo que hablo? Para mí esa es la grandeza de compartir lo que escribo, lo que vivo, lo que vivimos, lo que escribimos.
Hoy era por tanto uno de esos días en los que él tomaba su libreta y vomitaba su contenido en esta, su prolongación digital y que a veces se sale de madre.
Madre, un saludo desde aquí. Abuelo, si la camarera del bar al que voy a ver el partido de Alemania me pregunta por tí un domingo, a tí no te puede dar un jamacuco el día después. Hoy comemos juntos.
No tenía ninguna gana de coger su librartera.
He pensado lo siguiente. Dispersión.
Dinero fácil, cobertura jurídica garantizada. Está claro que son las metatags de 2016, pero eran un problema desde el comienzo de la comunicación corporativa.
Un proyecto: En 2010 grabar un cinta de casette de 90 minutos. En esos 90 minutos habría canciones con una historia personal. Todas esas canciones se explicarían en un blog, en el post de un blog. La cinta, claro está, tendría indicada la dirección del blog, de la entrada.
Oír antes de servir y ensayar respiraciones para el día de la entrega. Suerte.
Pablo, este es un cuento también para ti. Como sé que tardarás en acceder a este blog, este es de los posts que deberás leer cuando seas mayor. Creo que debería haberte avisado pero no me gustaba al comienzo, no sabía si lo ibas a entender. Voy a poner que no lo leas arriba (como anotación personal al imprimir y guardarlos en una caja).
Veinte lunas
Mi coche tenía cinco lunas, las mismas que la chica que en aquel tiempo yo amaba. Supongo que recuerdan las formas de perder el tiempo de las que les hablé. Supongo que recuerdan que quiero escribirle a Pablito cosas del mundo que le ven crecer y que podrían explicarlo para que lo entendiera.
Bien, como hoy nada, o casi nada del mundo real aportaría demasiado a Pablito, he decidido inventarme un cuento. Hace mucho que no cuento uno, y creo que le servirá para conocer de qué forma trabaja mi imaginación. Además, me gustará hablar de la imaginación con él.
Bueno pablito, todo lo de antes es para cuatro personas que siguen este blog desde muchos años atrás a tu primera lectura. A ver, te voy a contar… La historia de cuando fui un fotógrafo del New York Times.
Todo comenzó cuando visité al Rey de las veinte lunas. Se llamaba así porque había conseguido, mediante unos sofisticados ingenios, disfrutar de hasta 20 visiones diferentes de la luna, las noches que había luna. En noches de luna nueva, el monarca se mostraba arisco y contrariado y toda su servidumbre le temía. Su devoción hacia el satélite era tal que estaba convencido de que el sol era el reflejo enfurecido de la luna al esconderse.
Yo, también fascinado por las leyendas y misterios de la luna, no dudé un segundo en ofrecerme como fotógrafo de todo aquel sofisticado y enigmático juego de espejos. Ese fue solo el primero de todos aquellos reportajes que me brindaron el prestigio que no tardé en perder jugándomelo en una partida de piedra, papel o tijera.
En ese momento, cuando lo había perdido todo, se me ocurrió la genial idea de fabricarme una falsa acreditación. Un trabajo de retoque fotográfico, una bonita foto de carnet y unos cuantos hologramas de billetes de 5 euros hicieron posible el que para mí era el más hermoso carnet de fotógrafo del New York Times.
Sólo tenía que pasear para toparme con un incidente, acercarme con mi cámara y enseñarlo al primer policía/vigilante de seguridad/guardia civil que me impidiera el paso. Mi frase era siempre la misma: yo al principio tampoco me lo creía, pero es mi trabajo. Nadie se molestaba jamás en comprobar la autenticidad de la tarjeta y, los pocos que osaban marcar ese infinito teléfono de contacto de la falsa redacción del periódico se enfrentaban al operador/robot anglosajón de turno que les indicaba que su curso de inglés a distancia había sido un engañabobos.
Así me convertí en fotógrafo (falso) del New York Times, con una tarjeta que yo mismo confeccioné y gracias a la credulidad e incompetencia de muchos agentes que además no tardaban en dar por cierta mi categoría de fotógrafo internacional en sus conversaciones. Pronto todos me esperaban cada vez que sucedía algo. Creo que ninguno de ellos leía el New York Times, porque no se daban cuenta de que no había ni rastro de la crónica social de mi ciudad.
Es en este punto cuando deberías estar más que dormido. Si no lo estás, otro dia sigo contándote cómo acabé de madrugada en el karaoke del hotel de mi pueblo la tarde que salí a cortarme el pelo.
10 + 6
El 16 de enero fue genial, el 16 de febrero no tanto y el 16 de marzo menos.
Pablo, hoy estoy muy triste. Hay momentos en la vida en los que estarás a punto de rendirte, de tirar la toalla. Hay momentos así y en esos tienes que sacar fuerzas de donde no las hay y seguir, continuar, luchar.
Puede que me entiendas mejor si te hablo de ese coche teledirigido de Spiderman que te acaban de regalar y que por un capricho más del destino se te ha caído al suelo desde una altura suficiente para que deje de funcionar. Maldita sea, piensas, no me ha dado tiempo a disfrutarlo, se me ha roto antes incluso de cansarme de él… Esto es una mierda, la vida es una mierda.
Bueno, Pablito, a tu favor juega que mami no tardará en comprarte otro juguete, y que aún roto puedes jugar con él. Le podrás llamar «el juguete que el destino quiso que no disrfutara de él» o algo así. Además, eras feliz antes de tenerlo, ¿por qué vas a condicionar tu felicidad ahora que se ha roto?
Se te pasará.
Cuando tengas 16 años verás que el mundo que te rodea es bastante caótico, te costará entenderlo y tu día a día será un constante drama. Diez años después podrás verte con esa edad y reírte de lo difícil que todo te parecía entonces pero… ¿Es fácil algo que te ha costado entender diez años? Ni siquiera es fácil actualizar un blog de producción propia cada diez días.
Pase lo que pase con tus juguetes, yo voy a quererte más que a nada en el mundo. Voy a cuidarte y voy a seguir enseñándote todo lo que pueda, hasta que seas tú quien me enseñe a mí.
Soy un mal escritor, de esos desordenados, dispersos y aburridos. ¿Acaso un buen escritor tendría un blog que no lee nadie?
¿Recuerdas lo que te dije de aquella chica? La cosa se ha complicado, pero no voy a dejar que se me escape, porque las cosas que se sienten muy dentro de ti son aquellas por las que más vale la pena luchar.
Neunundneunzigtausendneunhundertneunundneunzig
Lo crean o no, vivimos atrapados en una constante cuenta atrás y seguramente habrá empezado en el noventa y nueve mil novecientos noventa y nueve. Siempre me ha apasionado la dificultad de escribir textualmente algunas cantidades astronómicas. A partir de ciertos billones, todo pierde sentido, como lo hacen los hijos de los hijos de los hijos de varias generaciones posteriores a nuestros hijos.
Cuando se oye hablar del universo, de la materia y de todas esas preguntas tópicas acerca del origen de todo, no puedo evitar traer a mi mente la idea del árbol genealógico. Confeccionar este simbólico vegetal siempre me ha parecido una tarea absurda, equiparable a intentar anticiparse a la cuenta regresiva que supone nuestra existencia. De poco le sirve al individuo del siglo XXI conocer de donde viene, cuando ni siquiera sabe hacia dónde le llevarán sus pasos.
La sinrazón de todo ello es justificable. Lo que más me preocupa al escribir estas líneas es entender y con ello compartir cómo abordar las cuestiones metafísicas entre semana, con el estómago vacío.
Madrugue, la única forma de entender una película pasa por verla desde el principio. La relatividad que confiere la naturaleza del universo a nuestra existencia hace que madrugar sea estrictamente necesario para intentar abordar cualquier cuestión metafísica. Intente perderse en cada pregunta que le hagan; por muy simple que esta sea, concéntrese: no hay respuesta sencilla para una pregunta, hay infinitas formas de precipitarse.
Desayune, compre caramelos y escuche toda leyenda urbana que exista alrededor de ellos. Haga reír a la mujer que ama y no intente dar lecciones a sus lectores.
Le dije a mi sobrino segundo, Pablito, que le contaría cosas acerca del mundo que lo ve crecer. Si hay un detalle tierno y mórbido en visitar la casa de unos niños, es la cantidad de golosinas y potitos que siempre hay… Por no hablar de los juguetes de toda índole y las entrañables mascotas. Razones, entre otras, que hacen que pasar un rato allí sea algo siempre apasionante y que me llena de ilusión.
Llegar con los ojos brillantes y una sonrisa dibujada por el soleado cielo de una fría mañana de invierno, con la escarcha sobre el coche, los pelos alborotados y el otro día las medias de color… Con una historia que contar y otra por escribir… Eso, querido Pablo, es lo que te deseo para todas las noches de tu vida.
Pueden creerme cuando les aseguro que no daba un duro por este post cuando lo escribía en clase.
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