27
Con 27 años de edad descubrió aquella verdad aplastante:
«Las relaciones de pareja son un tablero de ajedrez. Cuando no funcionan, es porque uno de los dos simplemente jugaba una partida de damas».
Decepcionado, cerró su cuaderno y se prometió no escribir hasta diseñar un juego superior (en técnica y simplicidad) al tres en raya. De nuevo había perdido. Porque las tablas también pueden saber a brutal derrota.
– Hoy no fue un buen día para el amor.
– Ni para la pesca.
Ambos marineros, en el muelle, empezaron a reír. Se sintieron redundantes, y habían bebido un poco.
Cuando 26 tenía nombre y apellidos
Antoñito Fernández Pérez era un chico simpático, atrevido y algo egoísta. Antoñito estudiaba 7º de EGB (algo parecido a un 1º de ESO) y contaba con 12 años de edad. Antoñito tenía un número preferido: el 26. Era su número de clase y, por tanto, su número de la suerte.
La noche en que Antonio Fernández fue detenido había perdido todo su dinero apostando al número 26. Es uno más de los riesgos que entraña pasar la noche en un casino de Las Vegas.
El mayor sueño de Antonio era tener su propio barco velero, compartirlo con una mujer hermosa con una no menos hermosa ligadura de trompas practicada en una clínica privada y poder visitar de vez en cuando la casa del islote desierto de cualquiera de sus conocidos o socios.
Los sueños, sueños son, que diría el maestro, pero cierto problema hormonal privó a Andrea de poder tener hijos y después… el calendario dijo que era 26 de enero y Antonio decidió enamorarse.
No era el día más feliz de ella pero sí el día en que los bolsillos de Antoñito estaban más llenos. El dinero negro copaba cada rincón de su americana y su descarada verborrea mezclada, que no agitada, con esa suma de oscuro capital, permitieron que los planetas se alineasen y Andrea decidiera meter entre sus sábanas limpias al que doce veintiséises después acabaría convirtiéndose en su encantador pero estúpido marido.
El barco llegó así como las fiestas en el islote de Silvio, su socio italiano mejor posicionado; por supuesto no llegaron los hijos. El matrimonio de Antonio y Andrea era todo lo que la institución eclesiástica de moda podría entender por un matrimonio, de no ser porque la ceremonia fuera oficiada por un escocés disfrazado de Elvis en la ciudad de los casinos.
Qué llevó a Antonio a volver al casino donde ganó su primer millón la noche de su detención es algo que hasta ahora ninguna de las fuentes consultadas por este pobre escritor ha llegado a esclarecer, pero el caso es que Antonio Fernández Pérez, tras ser abandonado por Andrea (en cuya nota de despedida sólo podía leerse un escueto «ahí te pudras, cabronazo») decidió rehacer su vida de la misma forma en que el destino, la fortuna, la suerte, el azar o la mala puntería de una chica frágil y vulnerable la habían conducido por unos años.
En el juego, como en la vida, arriesgar no es sinónimo de ganar, pero si hay algo incontestable acerca de las leyes del juego es que el alcohol hace de la perspicacia y la intuición dos chicas que te abandonan mucho antes de verte vomitar en la puerta del garito. Y en resumidas cuentas es justo lo que había alrededor de Antonio segundos antes de que la blanca, esférica y brillante bolita de la ruleta acabara posándose sobre el tres rojo. Podría decirles que pasaban veintiséis minutos de las cinco de la madrugada, pero es un dato que acabo de inventarme.
La cantidad de Whisky consumida por Antonio junto con la debacle absoluta de su bolsillo no tardaron en convertir aquella mesa de ruleta en un verdadero polvorín. Antonio se abalanzó sobre el Crupier y lo golpeó repetidas veces sembrando el pánico entre los demás jugadores que intentaron separar la pelea. Los gritos no tardaron en llamar la atención de diversos empleados de seguridad del casino que invitaron a Antonio a que abandonara el casino, primero amablemente y después a la fuerza.
El principal problema del capitalismo no es lo injusto de su planteamiento, excluyente como poco para muchos seres humanos, sino que crea dinero de donde no lo hay, dinero invisible e inexistente, dinero que a los ojos de todos los humanos sigue siendo dinero. En Las Vegas es muy fácil encontrar dinero. Más cuando el reloj de pulsera que te sirve como referencia temporal constante vale miles de dólares y tu anillo de bodas aún más.
Así, gracias a una casa de empeño abierta las 24 horas, consiguió el dinero suficiente para volver al casino del que le habían echado, esta vez armado pero con un problema añadido: no recordar el rostro de aquellos desagradables hombres que le habían humillado delante de todos. Miró de nuevo su reloj, comprobó el estado de su arma y se dispuso a entrar en el establecimiento.
La astucia de un borracho, violento, solitario y herido puede resultar peligrosa y en el caso que nos ocupa se tradujo en la determinación de Antonio de disparar a todo empleado del casino que se cruzase en su campo visual, empezando por supuesto por el Crupier de la ruleta, sustituto del que fuera golpeado minutos antes (qué iba a saber él, todos llevan el mismo uniforme y tienen la misma cara de estar manipulando el azar).
Se tarda poco en desarmar a un borracho, pero casi nunca se pueden evitar los primeros disparos.
La pericia y el dominio en artes marciales de Jack, un ludópata bohemio y atlético, consiguieron evitar que muriera más gente dentro del casino. La policía de Las Vegas, adicta a este tipo de sucesos, no tardó en aparecer y cebarse con Antonio.
Hicieron falta el para nada desconocido número de 26 patadas para que Antonio perdiera la poca dignidad que le quedaba. Nadie puede resistirse a estarse quietecito después de que le pateen el rostro, y Antonio no iba a ser la excepción.
La vida, como saben, es una gran ruleta, una gran noria, una rueda. Los golpes, los reveses del destino, son esa fuerza centrífuga que nos intenta lanzar hacia el vacío. Los momentos de calma y algunos besos, son en cambio la fuerza centrípeta que nos mantiene firmemente agarrados a los radios, a estas vueltas que no acaban, que no acaban, que no acaban.
Apuesten, sin vicio o con moderación del mismo. Jueguen, pierdan e insistan, pues es la única forma de ganar. Eso sí, no se pongan pesados, no agobien y no disparen.
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