Se puede ser más estúpido

79 desencuentros en la tercera fase. Lo que el covid se llevó.

Última comanda.
Melocotones en almíbar, galletas, sopas de sobres.
Sobras de un pasado,
luz sobre sus sombras.
Una rasta de gato.
Una guindilla. Ojos rojos.
Cacao en polvo.
Humus de berenjena y un puerro.
Escarola de caracol.
Chorizo con yogurt.
Espirales e insuficiencias respirales.
Silencio de sentires, aplausos y cacerolas.
Contactless.
Zumos y batidos.
la entrada un millón de su diccionario en clave.
El último mongui.
La misma ilusión y torpeza que un niño con su extraterrestre aprendiendo a volar en bici.

Sol de tarde, que llegó tarde.

Más vale tarde,
que nunca.

74 terrores nocturnos

Posted in Ich by El autor on 08/09/2017

Terror. Esa sensación de miedo descontrolado, salvaje, innato, desquiciado, desproporcionado e inútil. Porque el miedo lo es. No vale para nada. No vale para conocerse a uno mismo, ni a quien te observa, ni al que te disfruta ni a quien te envidia.

El terror no sirve más que para asustarte. Porque no eres capaz siquiera de respirar con él.

Te roba el aliento, el aire, el pulso, el rollo. Joder, te lo roba y te lo corta. El terror… leerlo da susto, leerlo te lleva directo a una pesadilla o a un amor correspondido. Te lleva a una madre asustada, que no es capaz de descifrar tu amor entre tantos calcetines, camisetas y calzoncillos. Que no es capaz de entender cuánto la necesitas aún. Porque ni sabes contar, ni sabes «cuentar», ni sabes dibujar, ni sabes la puñetera guitarra tocar. Porque no estás preparado para que se marche sin más. No puedes entender un adiós de quien te trajo de vuelta al mundo real. Porque no te fías de un doctor de la privada, porque es un negocio, porque es una carnicería más. Porque ahora más que nunca necesitas un hombro sobre el que llorar.

Llorar porque salga bien, porque todo siga igual. Llorar porque haya algo de médico en ese pedestal. Porque quede algo de médico en ese talonario, en ese quirófano, en ese viernes por la mañana que debiera ser sábado, o domingo; con ella en la cama, echando en falta un buen postre, una tortilla, o un directo de «Saber y Ganar». Un «buenos días» un «cómo estás». No me cuides más, cuidate tú, y no me faltes más.

No me faltes nunca más.

 

Mayores de 65

Posted in Ich, Pablo by El autor on 22/08/2014

Nota del autor: Este texto supone el fracaso durante más de un año de llevar adelante una idea concreta, con un tema concreto y pensado en muchos ratos. Mayores de 65 quería hablar de las personas mayores. El abuelo se marchó y sentí la necesidad de convertirlo en un homenaje, pero dejé de ser capaz de escribir. Incluso pensé en lo más sencillo: transcribir mi libreta y mi Twitter de esas fatídicas horas en las que me despedí de él. Pero tampoco me atrevía a escribir las palabras más duras de mi vida. Se retoma el texto finalmente después de despedir a otra abuela y de querer convertirlo en un homenaje a todos los abuelos. Gracias por su paciencia.

——

¡Vaya por Dios! Tengo una zanja delante de mi portal. ¿Y ahora, qué?

El pan olerá a polvo. Eso seguro. El exquisito pan recién hecho del viejo obrador va a oler a mezcla. Qué asco. Toda la vida tragando lodos y barros, conseguir jubilarse junto a una panadería con productos frescos para salir de casa y tropezar mortalmente. La gente se muere delante de su casa.

¿Quién entiende a los nietos? Sus padres no, nunca lo harán. Invertirán toda su vida en ello, pero de nada servirá. Quizás es por ello que hay un vínculo que rompe el espacio-tiempo, saltando generaciones y con ellas prejuicios y fobias, que juega a la experiencia y al primer estímulo. A la necesidad de adaptación que la trepidante vida nos obliga. Cuando se va un abuelo, cuando se marcha una abuela, la mismísima tierra se abre ante tus pies, enterrando años y recuerdos delante de ti.

La muerte del pobre se parece muy poco a la del rico. Bueno, realmente la muerte se parece, pero ni de lejos el proceso previo ni el ritual posterior.

El año volvía a terminarse. Y es que así parecía que fuese. Un mismo relato contado incontables veces. Otra Nochevieja. Los días se parecen los unos a los otros, se intercambian entre sí. Cuando te resulta difícil recordar tu nombre, las semanas empiezan a ser demasiado raras para que resulten cómodas.

Las abuelitas solitarias se reúnen cada tarde en el porche acristalado de la casa; mecidas en la sobremesa televisiva, solo el paso de algún vehículo dominguero o una eventual visita consigue traerlas de vuelta de nuevo.

Parece un metro vacío, pero aquella niña sonríe mirando de un lado a otro de la estación. Sus calcetines largos y su vestido a juego (nunca sé qué va a juego con qué), sus canciones infantiles y ese continuo diálogo que mantiene con las paredes me hipnotiza por un momento.

Me montaba en el metro de mi ciudad por segunda vez en mi vida. La primera para mi padre, que me acompañaba. Yo bromeaba con él, por el hecho de que habíamos llegado a ver en vida un metropolitano en la ciudad y él recordaba con dolor que el abuelo no lo había podido ver. Pese a haber sido testigo desde su balcón de las faraónicas obras del suburbano.

Las navidades en casa del abuelo.

Había pocas cosas que le gustaran más al abuelo que el crepitar de los leños en la chimenea. Podía pasar horas observando cómo la madera se consumía en el sublime espectáculo del fuego. Pocas cosas más que regar un jardín, que trabajarlo día tras día, que hacerle la merienda a cualquiera de sus nietos.

A él le debo mi amor por el ferrocarril; nunca olvidaré el Talgo Virgen del Carmen que me regaló. Un Ibertren de la escala HO que sigue conmigo, y que fue el comienzo de la fascinación que hasta hoy mantengo hacia ese medio de transporte. Y hacia casa del abuelo iba ayer mismo en metro.

Dos meses después de comprarme la cámara de fotos de mi vida, compañera de trabajos, de proyectos, de fiestas e ilusiones; fui a enseñársela a él. Empezaba a descuidarse su cerebro a la hora de contarle ciertas cosas que acababan de pasar, pero gozaba de total autonomía para deambular por casa. Entonces me dijo, tras alabar mi nueva herramienta:

—Te voy a regalar una cámara. A lo que yo respondí que acababa de comprar una, que estaba muy cubierto en ese asunto. No obstante hizo caso omiso a mis palabras y salió del salón. La siguiente imagen que recuerdo fue la de él volviendo con una Polaroid 600, con la que décadas antes me había retratado. Antes de su marcha fue la última gran sorpresa que le dio a alguien muy falto de ellas.

Puedo pasear cerca de ti a cualquier hora. Aunque sabes que ya no voy  a la plaza tanto como antes.

Hoy vi a una nieta llorar desconsoladamente. Ni siquiera los terroríficos sonidos hidráulicos de la máquina que posicionaba el féretro de su abuela lograban acallar ese llanto que provenía desde su mismísima alma. Me dieron ganas de abrazarla, como hice con su tía una hora antes, y con su abuelo, a quien también dedico este esperpento.

Me vi a mí, te vi a ti, nos vi a todos ante ese momento con el que se fabrica el mal. Esa impotencia, ese «se acabó», ese adiós sin réplica, ese temblor nervioso. Esa negación hacia la mismísima vida, esa rabia tonta, como si no supiéramos que ocurría.

Mientras, en los despachos, los abuelos son un estorbo, pero un buen saco de votos.

Dice la leyenda que los abueletes habitan por siempre las obras que sufrieron durante sus últimos años de vida, esas que les convirtieron en infierno la visita a la panadería, o la excursión a la «parada provisional» del autobús. Quizás por eso los mayores de 65 miran tanto las obras. Quizás no estén controlando a los peones, sino buscando su nuevo hogar.

[Precaución: cierto contenido erótico] Excitándote durante 7 kilómetros (y 100 metros)

Posted in Ich by El autor on 27/06/2014

Te montas en el bus. Va muy lleno, te sientas atrás, cerca de mí. Siento el impulso irrefrenable de rozarte, de rozar ese pelo cobrizo, y de lamer el frío metal de tus piercings. Ya me tienes en tu oreja, susurrándote al oído cuánto tiempo llevaba esperando algo así. Nadie se da cuenta. Mis labios atrapan el lóbulo perforado de tu oreja, y la traviesa y húmeda punta de mi músculo más capaz comienza a rozar tu pabellón auditivo. Lamo tu orejita de la forma más suave e inesperada, y puedo notar como tu respiración se acelera, más cuando mi mano se desliza por tu cuello en busca de tus pechos. Nadie se da cuenta.

Desciendo con mi boca hacia tu cuello, por fin lo tengo delante. Te beso. Mis labios están también húmedos, presos del ansia, del deseo; te beso y te muerdo levemente. Tu piel se eriza al sentir los primeros roces de mi lengua sobre ti. Tu respiración acelerada da paso a unos primeros e incontrolables jadeos que coinciden con el momento en que las yemas de mis dedos se posan sobre tu pecho, agarrándolo con las mismas dosis de delicadeza y firmeza. Sientes cómo te agarro y cómo mi lengua sigue recorriendo tu cuello y eso te puede, intentas relajarte pero ya es demasiado tarde. Tus músculos se tensan y es a ti a quien el ansia empieza a secuestrar. Nadie se da cuenta de nada. Hemos recorrido dos kilómetros ya y no más de 20 centímetros de tu piel: las cuentas no salen aún.

Vuelvo a tu orejita, vuelvo a susurrarte. Te susurro lo mucho que me excita dedicarme a tu placer, lo mucho que disfruto de cada poro de tu erizada piel, con el único objetivo de hacerte jadear con más intensidad, para dirigirme a tu boca y besar levemente la comisura de tus labios. Nadie se da cuenta, muerdo tu labio inferior, lo atrapo entre los míos, lo succiono dulcemente y nuestras bocas comienzan a fundirse en un largo beso. Nuestras lenguas se rozan por fin, se entrelazan tímidamente, como presentándose, y juegan juntas a esto del placer al tiempo que mi mano ya se ha deslizado bajo tu camiseta y está rozando tu pecho desnudo, tu pezón erizado, duro.

Sientes un escalofrío recorrerte desde la nuca hasta el coxis. Comienzas a notar cómo tu humedad es más que evidente. Me agarras del pelo con fuerza y me sacas de tu boca para decirme lo húmeda que estás. Eres una tramposa; por suerte siempre me gustaron las trampas, solo por la satisfacción de evadirlas. Pero quién querría escapar de esta trampa que lleva tu nombre. Nadie se da cuenta de nada y tú tomas mi mano y la deslizas por tu vientre. Abres tus piernas y la llevas entre ellas, bajo tu falda. Me miras con picardía y maldad y me muerdes la oreja. Me susurras:

—Esto es para ti.

Comienzo a rozar tu sexo sobre tu ropa interior, la humedad trasciende esa braguita de franquicia del encaje. No lo puedes evitar y te contoneas sobre tu asiento, jadeando en mi oído y sintiendo cómo mi otra mano juega en tu nuca, enterrando mis dedos en tu pelo y acercando tu boca de nuevo a la mia. Hemos recorrido 7 kilómetros.

La siguiente parada es la mía y no sé cómo decirte que me tengo que ir, que tengo que salir. Sigo en el asiento de la ventana y tú sigues en el de pasillo, contoneándote, mordiéndote el labio inferior completamente excitada. Con tu piel blanquecina, tu minifalda escocesa y perdiendo los papeles con ese Whatsapp que te está derritiendo por dentro. Y nadie se entera de nada a excepción mía, que he sido testigo de cómo te excitabas durante los últimos siete kilómetros y 100 metros.

Y yo… yo sin hacerte nada, y deseando hacértelo todo.

63 amperios

Posted in Ich, Pablo, Uncategorized by El autor on 13/08/2012

De nuevo allí, junto al escenario. De nuevo el murmullo del público, el olor a perfumes caros, las risas de las mujeres y la voz del jefe de sala.

La inauguración de un Gran Teatro siempre es un acontecimiento importante para cualquier ciudad. Autoridades, artistas de renombre, infinitas alfombras y la prensa; la maldita prensa local. Esos reporteros no distinguirían un guepardo de un leopardo ni aunque sus vidas les fueran en ello. Ni siquiera yo puedo distinguirlos, ciertamente, pero eso no es lo importante. Odio sus cuadernos de notas, sus bolígrafos afilados, sus críticas construidas desde la más vulgar envidia. Sus acreditaciones, que confunden a menudo con el derecho a entrometerse en tu trabajo.

Malditos chupatintas, venderían su casa, su coche, a su madre y sus vidas con tal de ganar algo de fama. Especialistas en banalizar el arte, y en sacralizar a esa celebridad fotografiada junto a un primate, practicándole sexo oral. Yonquis de la noticia basura, de la fugacidad, de la superficialidad y la saturación.

Y ahí están, en primera fila, como reyes, ¡qué digo reyes, como malditos emperadores! Mañana se quejarán de todo: se quejarán de la temperatura del aire acondicionado, del olor a pintura, del retraso en la apertura, se quejarán del secador de manos, del ambigú, del telón y de la luz.

Se desmaya la luz, el regidor empieza a vociferar por el intercomunicador. Todos están prevenidos. Comienza el espectáculo.

El silencio se apodera de la sala. El público expectante comienza a distinguir siluetas tras la subida de telón. Empieza a sonar un teléfono móvil. Mataría con mis propias manos al malnacido que no ha apagado su teléfono. Pero no, tengo que estar aquí, en este cuarto, mirando cómo estos cacharros se calientan, oyendo sus zumbidos, controlando que ninguna de las cientos de resistencias que los componen decida quemarse.

Entonces, el desastre.

El equipo de escenografía pide ayuda. Uno de los integrantes acaba de lastimarse la muñeca en el último movimiento de telones. Faltan treinta segundos para el cambio de escena y hay dos manos menos en la galería. Agarro el intercomunicador con firmeza y me ofrezco sin vacilar al regidor.

—Alfredo, yo estoy…

—Ni se te ocurra moverte de tu sitio —me grita preso de la cólera.

—Alfredo, no hay nadie más —confiesa preocupado el jefe de escenógrafos.

Silencio, tensión absoluta y respuesta del regidor:

—Corre, corre hacia arriba y cuando hagáis el cambio, vuelve a bajar. ¡Rápido, maldita sea!

Obedezco. Me pongo los guantes, dejo el intercomunicador y corro hacia la galería para realizar el cambio de escena. Todo se ha solucionado a tiempo. La dramática música sobrecoge al público mientras las luces brillan en todo su apogeo. Caen los telajes, cambia la atmósfera, los aplausos camuflan el ruido de las poleas, los gritos de Alfredo, los obturadores de la prensa… y el zumbido agonizante de las resistencias.

Entonces, el desastre.

Oscuridad, humo y olor a quemado. Se activan las luces de emergencia, el público enloquece. Nadie sabe que pasa, pero yo puedo imaginármelo. Puedo imaginarme en la cola del desempleo; ya me veo charlando con la funcionaria de turno, acerca de mi dilatada experiencia, de mi mujer, de mi hipoteca. Puedo imaginarme toda esa miseria en mi camino hacia el cuarto de reguladores, ya pasto de las llamas. El humo es insoportable, y el extintor ¡no funciona! No funciona o me acabo de cargar la manivela. Corro a por una manguera, mientras todo el personal intenta desalojar al público.

Pienso en los titulares de mañana, en cómo estará disfrutando esa manada de buitres carroñeros. Pienso en ello mientras desenrollo por completo esta manguera del demonio. Pienso en el infierno, en las llamas, y en lo cerca que he estado, y de hecho estoy de acabar achicharrado por amor al arte. Me indigno mientras abro la llave de paso, agarrando la manguera con firmeza me dispongo a tirar la puerta del cuarto de reguladores. Soy un maldito héroe y mañana la prensa hablará de lo áspero que es el papel higiénico del Teatro.

Y, la verdad, me da igual que la gente ignore mi heroicidad mientras todo el mundo sepa lo áspero que era el papel higiénico del Gran Teatro de aquella ciudad.

62 combinados sin pagar

Posted in Ich by El autor on 30/04/2012

Forma parte de una ley no escrita. Los clientes habituales deben por obligación tener algún que otro privilegio en los lugares que frecuentan. No es nada extraño; se trata de un contrato verbal entre el cliente y el tabernero por el cual el cliente se compromete a ser fiel a la taberna por el resto de sus días. A cambio de este honorable gesto, el tabernero se compromete a crear una cuenta a nombre del cliente, la cual usará el cliente para financiar sus gastos, a bien de no tener que salir de casa siempre con dinero (que la cosa está muy mala). Así procede el tabernero, así proceden todos los taberneros.

Siempre fui puntual pagador, todos lo saben; aquellos que me vieron beber en el pasado, invitar más que ser invitado, podrán confirmar lo que les digo. Porque si algo está feo en esta vida, si algo te condena para la eternidad, ese algo es sin duda dejar las cosas a medias, o las cuentas sin pagar.

Porque cuando dejas algo a medias, una parte de ti se esfuma junto con la ya subjuntiva satisfacción del deber cumplido. El único camino que nunca ha de recorrerse por completo es el de la felicidad, recuerden, es un camino y la meta nos llevaría al principio, como en una etapa ciclista con principio y final en la misma ciudad. Tan triste y absurdo como una contrarreloj. Todo el mundo sabe que no se puede ir contra el reloj, a menos que conduzcas un ‘Delorean’ modificado por tu amigo el científico loco de tu barrio.

Es un lastre dejar proyectos a medias pero también es inevitable pues la mayoría de los proyectos nacen de una necesidad. Necesidad interior o exterior que puede desaparecer, o puede dar lugar a nuevas necesidades, o acabar con nuestras fuerzas o, simplemente, con nuestras ganas de emprenderlo. Nadie puede estigmatizarse a causa de esta realidad tan terrorífica como justa. Un proyecto es parte de nosotros hasta el punto de ser nosotros parte de ese proyecto, para cuya ejecución final quizás necesitemos apartar nuestras manazas de él, llegado el momento.

Con esto no quiero justificar en modo alguno el hecho de que finalmente se quedaran sin pagar 62 combinados ya que, si bien es cierto que me preocupé y mucho de conseguir una cuenta en cada una de las tabernas a las que facilité la gloria; no menos cierto es que nadie pudo revelarme a tiempo el momento en que iba a abandonar este mundo.

De todas formas, de seguro habría invertido mis últimas horas en invitar a una última copa a todos los que me arropaban en cada una de mis noches. Y de seguro las habría apuntado en mi cuenta.

A Joaquín, otro amigo que se ha marchado sin despedirse.

El Nespresso de las 6:00

Posted in Ich by El autor on 23/09/2011

Tarde o temprano tenía que ocurrir. Tras la privatización de las loterías, el servicio de correos, telefónica y la sanidad pública, solo el ferrocarril seguía perteneciendo a todos los ciudadanos.

Al principio no gustó a nadie que Nestlé adquiriera todos los caminos de hierro que durante siglos supusieron el avance y progreso de toda una sociedad, pero la verdad es que ese constante aroma a café recién hecho sepultó pronto las duras críticas.

Un servicio muy cuidado, con atención personalizada y todo tipo de atenciones distinguían al nuevo servicio ferroviario de la cafetera que con la promoción de sus productos y una política de precios muy agresiva pronto se ganó el respeto y el cariño de sus antiguos detractores, al tiempo que consiguió desesperar al consejo de administración de más de una aerolínea.

Y allí estaba el árbitro de una de las primeras batallas en la guerra de precios entre el tren y el avión, a las seis menos cinco de la mañana en el patio de andenes, junto a la vía 3. Se trataba de un señor elegante, un personaje peculiar ataviado con una larga gabardina y sombrero. Miraba su reloj y lo comparaba con el de la estación para comprobar su precisión y la realmente asombrosa puntualidad del ferrocarril.

No era sencillo cumplir los horarios tras la privatización: los frecuentes sabotajes se unían a los numerosos cortes de suministro en la red eléctrica, lo que hacían del trabajo antes sencillo y monótono un reto constante que obligaba a estar siempre alerta.

A las seis entró en la estación el Nespresso, produciéndose el circuito de siempre, con un montón de pasajeros bajando del convoy y otro montón de ellos subiendo. Intercambio de humos, gritos y el tránsito de toda clase de mercancías en un lapso de tiempo nunca mayor a dos minutos y medio. La estación se transformaba radicalmente, pasando de ser un desierto de metal y cemento a ser toda una ciudad teatral, con todos los actores en la escena.

El pajarero, la monja, los niños traviesos, el artista con sus grandes maletas; el revisor, la taquillera y aquellas señoras insoportables. Todos ellos y muchos más compartían espacio y tiempo durante esa breve parada del tren, que una vez hubo cargado, salió de la estación como alma que llevan los demonios.

El conflicto entre aviones y trenes estaba más que justificado. Los pilotos de las aeronaves tenían prohibido el consumo de café desde que la cafetera adquiriera los trenes del Estado. Algunos vieron en esta medida un simple berrinche de las aerolíneas y de los socios fundadores de estas, en guerra abierta con los ferrocarriles desde que decidieran proyectar películas de catástrofes aeronáuticas en los trayectos de media y larga distancia.

Fue la gota que colmó la taza de esos ejecutivos agresivos. Tazas llenas de odio, envidia y dependencia a la cafeína, a la que habían abandonado como medida de presión al único productor de café del planeta: su nueva competencia. Podían soportar que copiaran su modelo de negocio online, las restricciones y controles de seguridad abusivos, el modelo comercial de sus aeropuertos… Pero desprestigiar a la industria de por sí más segura a través del cine… eso superaba cualquier artimaña esperada.

Es un verdadero misterio que aquel tren entrara en el túnel de la frontera a las 6:17 y que jamás llegara a la otra boca del tubo. ¿Cómo era posible que comenzaran a desaparecer los Nespresso de las seis en punto?

Que desapareciera siempre el Nespresso de las seis en punto era cuanto menos curioso. No era un tren que llevara demasiado tráfico, pero sí era el tren que tradicionalmente se relacionaba con el amanecer, despertar de una nueva jornada y cómo no, el primer café.

Definitivamente alguien o algo había conseguido atacar a Nestlé donde más le dolía: en el «buenos días».

El antro de la Avenida 59

Posted in Ich by El autor on 08/09/2011

Allí estaba otra vez. Conectando su pequeña computadora portátil al videoproyector de la sala; esperando que todo fuera bien, que ningún cable se hubiese partido interiormente en mil pedazos.

Técnico audiovisual: la persona que más veces ve romperse un cable, o un hilo, o algo; y más veces ha conseguido empalmarlo, pegarlo, coserlo o simplemente repararlo.

Nadie sabía quién era el dueño de aquel garito. Nadie lo sabía y a nadie le importaba. Todos los clientes se habrían cruzado con él o ella en algún momento de cualquier noche pero ninguno de aquellos habría sido capaz nunca de reconocerle.

Y en medio de aquel lugar, ese señor con una bolsa llena de comida para reptiles.

Lo bueno de aquel agujero negro de la sociedad es que nadie iba a hacer extraños juicios acerca del contenido de tu bolsa (ni siquiera el portero) y también que tenían un proyector robado al multicines de la estación, con una resolución y un brillo asombrosos.

Y allí estaba, arrancando su máquina, rezando porque cualquiera de los trastornos de personalidad de su sistema operativo no saliera a la luz aquella noche.

Todo iba bien: había arrancado y la conexión con el proyector se había llevado a cabo con total normalidad. Podía ver aquella fotografía que hacía las veces de tapiz de escritorio como nunca la había visto. El software de realización de vídeo en directo también se había iniciado y los clips se veían a resolución «yelmo».

¿Qué pasa cuando se va la luz en un pub con la noche muy avanzada? Puede resultar misterioso, divertido y terrorífico a la vez. Cuando tienes todas tus herramientas de trabajo, entre las que se encuentran dispositivos de precisión… TERROR. Cuando estás ebrio, celebrando el cumpleaños de un amigo y se te ha olvidado hasta la cara de tu jefe… diversión. Cuando tienes una bolsa llena de comida para reptiles y el dueño del bar esconde reptiles mutantes arriba… misterio.

Ningún miembro de la policía científica descubrió jamás el por qué de aquella orgía de sangre, pues la única prueba encontrada en la escena del crimen fue la etiqueta de un bote de comida para tortugas. Todo el mundo sabe que las tortugas no se alimentan de carne humana. No hasta ahora.

Como tantas otras cosas en la ciudad, el local en que se localizaba aquel antro sigue cerrado, y no parece que vuelvan a abrirlo en mucho tiempo. Es un perfecto y gratuito tablón de anuncios donde los carteles de los circos tapan a los de las folclóricas, y estos a su vez ocultan los festivales de música electrónica. Aquella vieja fachada de cine, de teatro, de bar y purgatorio. Aquella vieja fachada en la que aún hoy se trafica con drogas y besos.

Entre el quinto y el octavo

Posted in Ich by El autor on 13/07/2011

«Hay demasiados gritos entre la quinta y la octava planta de este edificio. Demasiados perros y demasiados niños. Hay demasiada gente para este ascensor.»

La nota, escrita a máquina, podía leerse en el pequeño espejo del elevador.

Jacobo, el portero, la arrancó nada más leerla. No tenía duda alguna acerca de la autoría de la misiva. Era obra, de seguro, del anciano cascarrabias del sexto. El mismo que denunció a la vecina del tercero por colgar los tangas en el tendedero exterior. El mismo que no vaciló al llamar a la policía para avisar de que había un impostor repartiendo cartas en los buzones…

El mismo viejo que fumaba desnudo en la terraza y escupía sobre las plantas de los vecinos, y derramaba el suficiente líquido para cortocircuitar las máquinas de aire acondicionado de todo el inmueble.

El mismo que, justo antes de matarle, susurró en su oído: «Aquí el que realmente sobra es el portero».

La habitación de las 57 regletas

Posted in Du und Ich, Ich by El autor on 14/06/2011

En la habitación de las 57 regletas, las mesitas de noche se apilan. se convierten así en cajoneras muy útiles en las que pueden guardarse desde golosinas a viejos teléfonos móviles reconvertidos en pequeños e individuales transistores. En este sentido cabe destacar el gracioso instante en que la charla se convierte en mero pasatiempo, justo antes del comienzo de cualquier programa radiofónico que resulte de interés.

En la habitación de las 57 regletas conviven tecnoadictos, con un montón de cachivaches que requerirían, de estar todos activados a la vez, un total de 286 enchufes. ¿Exagerado? Cuenten cuántos aparatos eléctricos utilizan en sus casas y hagan la cuenta.

Buenas noches.

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