80 pandemias después de aquel adiós.
Aquel pitido se comió el mar. La detonación enmudeció la orilla, y pueblos mar adentro. El silencio fue.
Olas. Olas gigantes, cíclicas y coherentes. Golpes de mar. Paraíso terrenal.
La soñaba a cada tarde de espuma de sol. Ese nublado que no era tal justo a la huída del sol.
Cuando acababa el verano dejábamos de hablar de puestas para hablar de huídas de sol. Anhelábamos con cariño los primeros rayos de la primavera que empezaban en el otro hemisferio.
Cerraron las playas. Cercaron los parques.
Mascarillas, codazos, malos vicios, grandes personas.
75 derribos y un imán
Maldita sea. De nuevo he olvidado la contraseña de este blog. Aquí estoy, de todas formas. O cualquiera haciéndose pasar por mí. Si tiene buena letra, os aseguro que no soy yo.
Venía hacia casa pensando en Pablo, en mi sobrino segundo. Yo qué sé, el primogénito de mi prima. El caso es que pablete, que casi sobrepasa ya mi mentón, tiene ya dos hermanos pequeños, y de seguro ya ha hecho suya la responsabilidad de que sus dos hermanos pequeños crezcan sanos y salvos.
De la misma forma he de admitir que llevo mucho tiempo sin escribir cuentos como los que en otro tiempo te dedicaba. Este escrito de hoy va para ti, muchacho.
Me encantaría contarte sobre castillos en islotes convertidos en parques temáticos con autobuses siameses y puñados de exaltados japoneses. Esa sería buena, pero apenas termino de escribir esta línea, la última casa del barrio caía presa de la ruina.
imaginen una app para cribar la mediocridad. Una especie de mediocriapp que los escritores tuviéramos para, de una vez por todas, dejar de publicar mierda.
Como en todos estos grandes avances tecnológicos donde toda una sociedad, casi la totalidad de la población mundial, tiene que adaptarse por narices; el aspecto de la aplicación será muy intuitivo.
La inteligencia artificial, que será la artífice de nuestro éxito o fracaso, se mostrará en el margen inferior derecho de nuestra pantalla, y dependiendo de la calidad y el sentido de nuestra creación, podrá (siempre de forma simbólica, recordemos) sonreir o, incluso llorar. Esas pequeñas lágrimas digitales que el autor vea en su pantalla, le darán el impulso que necesitaba para destruir ese documento y empezar de cero.
Con esto, querido Pablo, solo quería decirte que el mundo está lleno de publicidad, y de la mala en la mayoría de los casos.
Lo que no es mentira es que nos estamos quedando sin árboles y sin casas viejas. Y eso es un problema que en mayor o menor medida va a comprometer a tu generación.
Ellos expropiaron por el bien de la humanidad. La gran lanzadera es una realidad. Ayer vi las primeras pruebas. Nos han dejado a todos asistir a esa verdadera locura. Hace 100 años, pensar en energía nuclear limpia sobre la superficie terrestre era cosa de chiste. Y ahora resulta que… Ya lo habrás dado en el colegio.
Se supone que ese primer electroimán va a sostener a toda una ciudad. Y parece que ya ha comenzado.
74 terrores nocturnos
Terror. Esa sensación de miedo descontrolado, salvaje, innato, desquiciado, desproporcionado e inútil. Porque el miedo lo es. No vale para nada. No vale para conocerse a uno mismo, ni a quien te observa, ni al que te disfruta ni a quien te envidia.
El terror no sirve más que para asustarte. Porque no eres capaz siquiera de respirar con él.
Te roba el aliento, el aire, el pulso, el rollo. Joder, te lo roba y te lo corta. El terror… leerlo da susto, leerlo te lleva directo a una pesadilla o a un amor correspondido. Te lleva a una madre asustada, que no es capaz de descifrar tu amor entre tantos calcetines, camisetas y calzoncillos. Que no es capaz de entender cuánto la necesitas aún. Porque ni sabes contar, ni sabes «cuentar», ni sabes dibujar, ni sabes la puñetera guitarra tocar. Porque no estás preparado para que se marche sin más. No puedes entender un adiós de quien te trajo de vuelta al mundo real. Porque no te fías de un doctor de la privada, porque es un negocio, porque es una carnicería más. Porque ahora más que nunca necesitas un hombro sobre el que llorar.
Llorar porque salga bien, porque todo siga igual. Llorar porque haya algo de médico en ese pedestal. Porque quede algo de médico en ese talonario, en ese quirófano, en ese viernes por la mañana que debiera ser sábado, o domingo; con ella en la cama, echando en falta un buen postre, una tortilla, o un directo de «Saber y Ganar». Un «buenos días» un «cómo estás». No me cuides más, cuidate tú, y no me faltes más.
No me faltes nunca más.
Borrador rápido nº 73
Como se dice en estos casos,
disfruta de eso mientras dura.
Más dura será la caída,
como se dice en estos casos.
De eso que te mantiene en vilo.
Hasta que no haya más, a lo que de.
Más dura será la caída
No te olvides de que nunca fue:
hasta que no haya más, a lo que de.
Con piedras se marca el camino.
Como se dice en estos casos,
agua que no corre no mueve molino.
No te olvides de que nunca fue,
y que tu métrica del caos…
… embriaga más que el vino.
Siete pastillas y dos sobres
Breve introducción a la locura crónica asistida.
Estamos en una habitación a oscuras. Sentados. Una voz se dirige a nosotros en medio de la más oscura nada.
– ¿Dónde está la ventana?
Hacemos un esfuerzo sobrehumano para responder con solvencia esa pregunta, preguntándonos a nosotros mismos de quién es esa voz.
– No lo sé. A mi derecha… no, detrás de mí. No lo sé, no lo tengo del todo claro. No con seguridad.
Desorientación.
Motocicletas poderosas y sinuosas carreteras comarcales a principios de los 80. Ahora estamos en el roqueo del astillero de jábegas. Ella toca la guitarra, tiene una voz preciosa; está cantando una canción revolucionaria.
Los mejores años fueron esos, no hay duda.
Carlos de Haya. El símbolo del mal. Su nombre evoca una dictadura represora y cruel, especialista en la erradicación de toda idea contraria o crítica a base de maltrato y manipulación psicológica de la masa, exhibiendo y asentando en el imaginario común todos los símbolos y héroes creados para tal fin.
Allí una artrosis degenerativa se la está llevando. Es inhumana nuestra fecha de caducidad.
El magnate ha llegado a la terraza. Quiere celebrar una comunión. La más fastuosa celebración de la costa. Quiere los 400 metros cuadrados de la terraza. Quiere la pista de baile, los jardines, los ficus, las yucas, las palmeras y los pinos. Quiere los billares, los futbolines; quiere los videojuegos, y te lo dice comiendo unas avellanas de tu máquina. Son cinco duros. Cacao.
Es el dueño de las tragaperras de toda la provincia, y en plena expansión. Le ha gustado el sitio y te hará una oferta que no podrás rechazar.
Si algo echas de menos es poder comerte un buen plato de cuchara.
Puede que sea la medicación, o quizás mezclarla con alcohol, pero el pulso lo has perdido. Eso y la memoria. No sabes qué están haciendo contigo exactamente, pero sientes cómo todo se va borrando, en voz baja, y te das cuenta de ello cuando empiezas a buscar, a revolver tus recuerdos en busca de algo en concreto.
Parece que alguien ha abierto esos cajones y lo ha desordenado todo. Y parece que se está llevando algo. Ni siquiera puedes comerte una porción de pizza sin que los champiñones acaben en cualquier sitio menos en tu boca.
La noche del secuestro estaba muy enfermo. Querían robar en una obra. Me amenazaron con un cuchillo enorme.
La lluvia vuelve al paseo y sorprende al vendedor de rosas. Lleva elegantes zapatos y pantalón negros y una camisa de rayas blancas sobre negro. Ni finas ni gruesas, rayas blancas sobre negro.
El reclamo perfecto para el ejecutivo agresivo que intenta ligar entre la barra y la máquina de tabaco. Ese es un insensible.
Volviendo al vendedor… Su corbata es rosa. Sus rosas son rojas, reales y envueltas en lámina de plástico transparente. Hoy están más frescas que nunca.
La gomina es impermeable y crea unos enigmáticos microsurcos donde se aloja el agua de lluvia. No se puede vender así. A menos que el fotógrafo hoy tenga uno de «esos días».
«Pero es que hoy te amo, y esta tarde me imaginaré saciando a tu mejor amiga.» -Adivinen-
La locura respetada suele ser realmente cordura ingeniosa y aventurera, pero no locura. La locura real se pudre en los bares del pueblo.
Arroyo de los ángeles. Un enrejado me separa del mundo exterior. Quiero un cigarro. Alguien está fumando en un radio de 500 metros. Estoy convencido. Aqui está, y aquí. No paran de pasar fumadores y yo quiero un cigarro. ¿Tiene un cigarro? ¿Me da un cigarro?
Están fumigándonos como a cucarachas. No sé con certeza de quién depende, a quién se le ocurrió la idea y de qué demonios se trata pero estoy convencido de que es malo, y que, entre otras cosas, buscan controlarnos. Podrían ser alienígenas, podrían ser castristas, o testigos de Jehová. Alguien está fumigándonos. Aun así hace una mañana estupenda.
Odio las aerolineas, las odio a todas por igual. Odio los aeropuertos como todo Internet. Aeropuertos en Internet si, Internet en aeropuertos… Quiero un cigarro. Uno electrónico. Quiero el cigarro electrónico con más megapíxeles que tenga, y lo quiero ahora. Pagaré al contado, vengo de Andorra, soy del PP y me suda todo la polla.
De noche no hay ozono. Bueno, hay, pero en unas proporciones inferiores que de dia.
Yo nunca he tenido un cuaderno. Dicen que así fue. Mienten. Todos mienten a mi alrededor. Lo del cuaderno es lo de menos. Era una librartera y eran momentos de los demás, nada de eso me pertenecía, ¡Dios me libre! Yo nunca he tenido un cuaderno. Acabé 5 de ellos antes que esta historia y sigo sin cuaderno.
Y mañana volvemos a empezar. Me tomaré estas siete pastillas, me beberé estos dos sobres. Me miraré al espejo después de lavarme la cara. No me reconoceré, no por mi enfermedad, no, sino porque el que era yo yace muerto ya hace rato.
Mayores de 65
Nota del autor: Este texto supone el fracaso durante más de un año de llevar adelante una idea concreta, con un tema concreto y pensado en muchos ratos. Mayores de 65 quería hablar de las personas mayores. El abuelo se marchó y sentí la necesidad de convertirlo en un homenaje, pero dejé de ser capaz de escribir. Incluso pensé en lo más sencillo: transcribir mi libreta y mi Twitter de esas fatídicas horas en las que me despedí de él. Pero tampoco me atrevía a escribir las palabras más duras de mi vida. Se retoma el texto finalmente después de despedir a otra abuela y de querer convertirlo en un homenaje a todos los abuelos. Gracias por su paciencia.
——
¡Vaya por Dios! Tengo una zanja delante de mi portal. ¿Y ahora, qué?
El pan olerá a polvo. Eso seguro. El exquisito pan recién hecho del viejo obrador va a oler a mezcla. Qué asco. Toda la vida tragando lodos y barros, conseguir jubilarse junto a una panadería con productos frescos para salir de casa y tropezar mortalmente. La gente se muere delante de su casa.
¿Quién entiende a los nietos? Sus padres no, nunca lo harán. Invertirán toda su vida en ello, pero de nada servirá. Quizás es por ello que hay un vínculo que rompe el espacio-tiempo, saltando generaciones y con ellas prejuicios y fobias, que juega a la experiencia y al primer estímulo. A la necesidad de adaptación que la trepidante vida nos obliga. Cuando se va un abuelo, cuando se marcha una abuela, la mismísima tierra se abre ante tus pies, enterrando años y recuerdos delante de ti.
La muerte del pobre se parece muy poco a la del rico. Bueno, realmente la muerte se parece, pero ni de lejos el proceso previo ni el ritual posterior.
El año volvía a terminarse. Y es que así parecía que fuese. Un mismo relato contado incontables veces. Otra Nochevieja. Los días se parecen los unos a los otros, se intercambian entre sí. Cuando te resulta difícil recordar tu nombre, las semanas empiezan a ser demasiado raras para que resulten cómodas.
Las abuelitas solitarias se reúnen cada tarde en el porche acristalado de la casa; mecidas en la sobremesa televisiva, solo el paso de algún vehículo dominguero o una eventual visita consigue traerlas de vuelta de nuevo.
Parece un metro vacío, pero aquella niña sonríe mirando de un lado a otro de la estación. Sus calcetines largos y su vestido a juego (nunca sé qué va a juego con qué), sus canciones infantiles y ese continuo diálogo que mantiene con las paredes me hipnotiza por un momento.
Me montaba en el metro de mi ciudad por segunda vez en mi vida. La primera para mi padre, que me acompañaba. Yo bromeaba con él, por el hecho de que habíamos llegado a ver en vida un metropolitano en la ciudad y él recordaba con dolor que el abuelo no lo había podido ver. Pese a haber sido testigo desde su balcón de las faraónicas obras del suburbano.
Las navidades en casa del abuelo.
Había pocas cosas que le gustaran más al abuelo que el crepitar de los leños en la chimenea. Podía pasar horas observando cómo la madera se consumía en el sublime espectáculo del fuego. Pocas cosas más que regar un jardín, que trabajarlo día tras día, que hacerle la merienda a cualquiera de sus nietos.
A él le debo mi amor por el ferrocarril; nunca olvidaré el Talgo Virgen del Carmen que me regaló. Un Ibertren de la escala HO que sigue conmigo, y que fue el comienzo de la fascinación que hasta hoy mantengo hacia ese medio de transporte. Y hacia casa del abuelo iba ayer mismo en metro.
Dos meses después de comprarme la cámara de fotos de mi vida, compañera de trabajos, de proyectos, de fiestas e ilusiones; fui a enseñársela a él. Empezaba a descuidarse su cerebro a la hora de contarle ciertas cosas que acababan de pasar, pero gozaba de total autonomía para deambular por casa. Entonces me dijo, tras alabar mi nueva herramienta:
—Te voy a regalar una cámara. A lo que yo respondí que acababa de comprar una, que estaba muy cubierto en ese asunto. No obstante hizo caso omiso a mis palabras y salió del salón. La siguiente imagen que recuerdo fue la de él volviendo con una Polaroid 600, con la que décadas antes me había retratado. Antes de su marcha fue la última gran sorpresa que le dio a alguien muy falto de ellas.
Puedo pasear cerca de ti a cualquier hora. Aunque sabes que ya no voy a la plaza tanto como antes.
Hoy vi a una nieta llorar desconsoladamente. Ni siquiera los terroríficos sonidos hidráulicos de la máquina que posicionaba el féretro de su abuela lograban acallar ese llanto que provenía desde su mismísima alma. Me dieron ganas de abrazarla, como hice con su tía una hora antes, y con su abuelo, a quien también dedico este esperpento.
Me vi a mí, te vi a ti, nos vi a todos ante ese momento con el que se fabrica el mal. Esa impotencia, ese «se acabó», ese adiós sin réplica, ese temblor nervioso. Esa negación hacia la mismísima vida, esa rabia tonta, como si no supiéramos que ocurría.
Mientras, en los despachos, los abuelos son un estorbo, pero un buen saco de votos.
Dice la leyenda que los abueletes habitan por siempre las obras que sufrieron durante sus últimos años de vida, esas que les convirtieron en infierno la visita a la panadería, o la excursión a la «parada provisional» del autobús. Quizás por eso los mayores de 65 miran tanto las obras. Quizás no estén controlando a los peones, sino buscando su nuevo hogar.
2 comments