[Precaución: cierto contenido erótico] Excitándote durante 7 kilómetros (y 100 metros)
Te montas en el bus. Va muy lleno, te sientas atrás, cerca de mí. Siento el impulso irrefrenable de rozarte, de rozar ese pelo cobrizo, y de lamer el frío metal de tus piercings. Ya me tienes en tu oreja, susurrándote al oído cuánto tiempo llevaba esperando algo así. Nadie se da cuenta. Mis labios atrapan el lóbulo perforado de tu oreja, y la traviesa y húmeda punta de mi músculo más capaz comienza a rozar tu pabellón auditivo. Lamo tu orejita de la forma más suave e inesperada, y puedo notar como tu respiración se acelera, más cuando mi mano se desliza por tu cuello en busca de tus pechos. Nadie se da cuenta.
Desciendo con mi boca hacia tu cuello, por fin lo tengo delante. Te beso. Mis labios están también húmedos, presos del ansia, del deseo; te beso y te muerdo levemente. Tu piel se eriza al sentir los primeros roces de mi lengua sobre ti. Tu respiración acelerada da paso a unos primeros e incontrolables jadeos que coinciden con el momento en que las yemas de mis dedos se posan sobre tu pecho, agarrándolo con las mismas dosis de delicadeza y firmeza. Sientes cómo te agarro y cómo mi lengua sigue recorriendo tu cuello y eso te puede, intentas relajarte pero ya es demasiado tarde. Tus músculos se tensan y es a ti a quien el ansia empieza a secuestrar. Nadie se da cuenta de nada. Hemos recorrido dos kilómetros ya y no más de 20 centímetros de tu piel: las cuentas no salen aún.
Vuelvo a tu orejita, vuelvo a susurrarte. Te susurro lo mucho que me excita dedicarme a tu placer, lo mucho que disfruto de cada poro de tu erizada piel, con el único objetivo de hacerte jadear con más intensidad, para dirigirme a tu boca y besar levemente la comisura de tus labios. Nadie se da cuenta, muerdo tu labio inferior, lo atrapo entre los míos, lo succiono dulcemente y nuestras bocas comienzan a fundirse en un largo beso. Nuestras lenguas se rozan por fin, se entrelazan tímidamente, como presentándose, y juegan juntas a esto del placer al tiempo que mi mano ya se ha deslizado bajo tu camiseta y está rozando tu pecho desnudo, tu pezón erizado, duro.
Sientes un escalofrío recorrerte desde la nuca hasta el coxis. Comienzas a notar cómo tu humedad es más que evidente. Me agarras del pelo con fuerza y me sacas de tu boca para decirme lo húmeda que estás. Eres una tramposa; por suerte siempre me gustaron las trampas, solo por la satisfacción de evadirlas. Pero quién querría escapar de esta trampa que lleva tu nombre. Nadie se da cuenta de nada y tú tomas mi mano y la deslizas por tu vientre. Abres tus piernas y la llevas entre ellas, bajo tu falda. Me miras con picardía y maldad y me muerdes la oreja. Me susurras:
—Esto es para ti.
Comienzo a rozar tu sexo sobre tu ropa interior, la humedad trasciende esa braguita de franquicia del encaje. No lo puedes evitar y te contoneas sobre tu asiento, jadeando en mi oído y sintiendo cómo mi otra mano juega en tu nuca, enterrando mis dedos en tu pelo y acercando tu boca de nuevo a la mia. Hemos recorrido 7 kilómetros.
La siguiente parada es la mía y no sé cómo decirte que me tengo que ir, que tengo que salir. Sigo en el asiento de la ventana y tú sigues en el de pasillo, contoneándote, mordiéndote el labio inferior completamente excitada. Con tu piel blanquecina, tu minifalda escocesa y perdiendo los papeles con ese Whatsapp que te está derritiendo por dentro. Y nadie se entera de nada a excepción mía, que he sido testigo de cómo te excitabas durante los últimos siete kilómetros y 100 metros.
Y yo… yo sin hacerte nada, y deseando hacértelo todo.
Siete millones de votantes no deberían equivocarse
Joder, hoy tengo que escribir sobre todo esto. Poque si no, reviento. Sí, reviento.
Les hablaré de España en 2014. Intentaré. No pidan mucho al borracho. No pidan más que al sobrio, pues saben, el borracho nunca miente.
En el norte de África nos creemos el sur de Europa. Nos creemos civilizados, nos creemos del «viejo continente». Nos creemos, sí, pero… ¿somos? ¿Realmente somos un continente moderno, civilizado y pudiente? Permítanme que me ría de todo eso cuando más de la mitad de los llamados a las urnas no votan y cuando lo hacen participan de un sistema tramposo que ni siquiera acaban de entender. Permítanme reírme de todo ello cuando mis compatriotas se manifiestan más por un equipo de fútbol que por sus derechos.
Qué tristeza que la mayoría de mis compatriotas no tenga ya no un nivel cultural decente sino un nivel de inquietud adecuado, una mínima cantidad de sangre en sus venas. ¿Cuántos titulados universitarios distinguen un «si no» de un «sino»? ¿Cuántos? Pocos. Dirán que exagero, y que tampoco es importante una correcta dicción. Soy bastante extremista para ciertas cosas.
Vivimos bajo el yugo de un sistema cruel controlado por mediocres herederos de una élite que busca la homogeneización y el amansamiento de la oposición. La homogeneización y el desánimo popular. Protesta, sí, pero en tu puta casa. Despotrica en Facebook, y en Twitter (pero bajito). Despotrica cuanto quieras pero que no se vea en la calle, que no se note mucho. Porque si protestas, puede que estés enalteciendo el terrorismo, puede que seas antidemocrático. Puede que seas incómodo a fin de cuentas. Y cuidado si crees en una alternativa, porque no tardarán en reírse de tu utópica perspectiva. Sobran demasiados bufones en esta corte.
Porque la mayoría absoluta en este país de casi 45 millones de habitantes cuesta un poco más de 7 millones de votos.
Porque somos subnormales y merecemos cada una de las cosas que nos pasen. Por anteponer nuestro iPhone a nuestros putos derechos. Porque manifestarse no sirve para nada; porque todos son iguales, porque da igual lo que hagamos… Por toda esa complacencia. Qué alegría formar parte del rebaño, qué calentitos estamos todos frotándonos lana con lana, balando juntos, al unísono, de forma coral. Qué alegría que duela más una injusticia deportiva que una social.
Les diré lo que le dije casi entre lágrimas a una encantadora funcionaria que me dijo: «tú que tienes idiomas y formación ¿por qué no te planteas marcharte?»… ¿Por qué tengo que ser yo el que deje mi país? ¿Por qué no son ellos los que tienen que abandonar esto por manipuladores, ladrones y traidores? ¿Por qué no huyen presos del pánico aquellos que han jugado con el futuro de toda una generación? ¿De verdad tengo yo que irme o tengo que coger por el pescuezo a todos los que viven como marqueses sabiendo que hay familias que mendigan alimentos a diario?
Me dió la razón asintiendo. Pero la mayor lacra de nuestra sociedad no son los cuatro bandidos que nos han robado la capacidad, la competencia y el futuro. La mayor lacra de este país y de muchos otros sois vosotros que creéis hasta la última palabra de todos ellos, hasta la última mentira. Y creéis que esto es una crisis, como una enfermedad, y que con el medicamento de la austeridad/hachazo saldremos de ella.
Que os cunda la puta recuperación, cómplices de la destrucción.
«Era muy sencillo desahogarse desde su columna semanal en el diario de tirada nacional, escrita desde una cómoda hamaca en un apartado paraíso fiscal.»
Uno entre 680.000 fans
Así me siento cuando te pienso. Me siento como uno más de los seiscientos mil que alguna vez te desearon hasta los tuétanos. Y es que es imposible no despojarse del alma de uno cuando se te tiene delante la primera vez.
Misteriosa, completamente desconocida. Recuerdo de unas risas y miradas compartidas. Ternura, empatía, absoluta dulzura. Humildad y una sonrisa y unos ojos que deslumbrarían a la luna.
No sabes el miedo que me daba marcar tu número, no tienes ni idea. No es fácil, de verdad. Me gustaría verte en ese papel.
No es fácil, no, esto de estar al otro lado del silencio. Pero el hecho de que todas las opciones posibles sigan ahí es cuanto menos apasionante.
Perdona mi insistencia, mi impaciencia… Soy demasiado dado a la intensidad y no soporto la incertidumbre. Pero de verdad, ya no insistiré más. Conseguiré perderte antes de ganarte.
Nunca antes de ahora había sentido este remolino interior ante la mirada de nadie. La risa nerviosa me invadía cuando me sonreías. No podría pasar de algo así ni siquiera bebido. No me perdonaría dejar pasar la oportunidad de seguir conociéndote. De saber hasta dónde me soportas, hasta dónde te revoluciono también yo.
Seré el 574.000, el pesado, el excéntrico, el encantador, el loco, el viejo, el charlatán, el culto. Sería cualquiera de esos 680.000 si consiguiera con eso volver a sorprenderte, volver a robarte la sonrisa, las palabras y algún minuto.
No voy a culpar a la primavera de esto, yo soy el único culpable de querer descubrirte y alegrarte los amaneceres.
Y no se me ha ocurrido mejor manera de contártelo que enseñándote mi blog.
Y es que, este amanecer de domingo también te pertenece un poco.
Si todo esto te aterra en lugar de conmoverte descuida, a mí me da más miedo que a ti.
Una laguna de 6,7 metros de profundidad
Mediodía. Mediodía del tardío. Son las 15.00, o deben serlo. No sé dónde está mi reloj. Mi teléfono no ha sonado en toda la mañana, debe estar sin batería. Puedo saborear restos de tabaco, acohol y kebap. Me doy verdadero asco. Estoy desnudo. Estoy desnudo y abrazado a mi exmujer. ¿Cómo he llegado aquí? Duerme plácidamente, igual que cuando nos amábamos.
Bien, muchacho, ya sabes cómo funciona esto: todas las películas de robos supersofisticados y espías soviéticos te han enseñado a huir de una cama sin despertar a tu compañera. Es el momento de poner en práctica todos esos sutiles movimientos de serpiente y buscar tus pantalones.
Suelo ser muy ordenado, no me gusta dejar rastro y si no me equivoco debería encontrar mi cuaderno, mi bolígrafo, mis tarjetas de transporte, mi reloj, mis monedas y las llaves en algún rincón de la habitación. En el mejor de los casos, aún en mis pantalones.
Salgo de la cama. Acabo de pisar un preservativo. Lo siento, chicos: calle sin salida. Lamo mis dedos con la poca saliva que hay en mi lengua. Me froto los ojos. Ahora me pican más pero puedo ver con cierta claridad. Sigo sin recordar cómo he llegado aquí. Ni siquiera sé dónde estoy. Mi exmujer cambia de casa como de bragas; incluso más.
Le doy los buenos días a una mujer en el portal. Me mira con desprecio. Mi apariencia es lamentable. Creo que lo que más le molesta es el hedor a coño que emana de mi barba. Ese olor no se va con facilidad. Tampoco es fácil llegar a él pero ahí está. Espero no tener que saludar a nadie de camino a casa.
Ya sé donde estoy. Al menos estoy en mi ciudad. Camino hacia el oeste. Hay una estación de bicicletas cerca. Me veo con fuerzas. El paseo me despejará. Echo mano de la tarjeta bicicletera. Sale un pequeño cartoncito de mi bolsillo con el nombre de un garito y el número de una chica. Entiendo que es la relaciones públicas. No hay sitio para escribir más. Lo tiro en la primera papelera que encuentro.
Empiezan a llegar flashes de anoche. Intento encajar las piezas. Repaso la noche hora tras hora, paso tras paso. Recuerdo risas, conversaciones, reencuentros, mensajes tardíos. Me duele la cabeza, el esfuerzo es grande. Daría mi vida por unas gafas de sol.
Tengo lagunas de casi 7 metros de profundidad en las que nadan huérfanas mis conversaciones y andares de la noche anterior. Lagunas que ahogan besos, miradas y sonrisas. Lagunas con prohibición expresa de baño. Lagunas llenas de remolinos donde encallan mis recuerdos. Puede que mi cuaderno me ayude a reflotar algunos. No es una tarea sencilla. Cada uno de esos recuerdos hundidos yacen en el fondo de la laguna como algas carnívoras, esperando el despiste del submarinista. Cada uno de esos recuerdos podría atraparme y ahogarme.
Hay lagunas que es mejor mirar desde la orilla.
Sesenta y seis excusas para mi editor
Decidí hacer un catálogo de frases para ofrecerle a mi editor en sus llamadas semanales. Eran una suerte de excusas, frases hechas y pasajes de mi cuaderno de notas (sí, lo estaba malacostumbrando con esa obra de arte).
Casi nunca me respondía mal, y nunca le oí renunciar a este proyecto. Pero me sabe mal saberlo tan brillante, y a mí tan vago.
Algunos ejemplos:
1. Es una mierda muy desagradable.
12. No creo que nadie quiera malgastar un minuto de su tiempo en leer esta porquería desordenada.
25. Ya sabes que no puedo trabajar bajo presión.
44. Son demasiado malas, de verdad.
20. En serio tío, iba a ser una historia sobre dos señores que se peleaban por los derechos de los antiguos pensionistas y los nuevos.
38. Se está convirtiendo en un funeral.
14. No he escrito nada nuevo, no…
51. Está haciendo muy mal tiempo, ¡qué quieres que te diga!
8. A ver, lee las que ya tienes y elige los dibujos.
27. Estoy haciendo otras cosas, ya sabes.
32. Nadie como yo quiere esa basura en la calle, pero ¿sabes? Aquí arriba ya no mando yo.
46. Imagina un museo en las obras de una infraestructura enorme, con décadas de construcción inacabadas. Pues ahí se desarrolla la…
65. Pero qué va, no sale. ¿Sabes? Ese capítulo parece una cabina. Se lo traga todo. ¡Jajajaja! ¿Nos convierte eso en una sociedad cabina? La gente traga con todo.
33. Ya sabes que la melancolía no ayuda.
17. «Mi problema con las mujeres es que cada día me vuelvo un poco más insoportable.» Y ya sabes que me gustan las mujeres. Exacto, son como la luz del sol para los poros de mi piel.
Un día se dió cuenta. Cometí el error imposible, el error tonto, el paródico… Leí el número que precedía a la excusa. Saltó la liebre. Como un presidente de gobierno inepto, leí fuera de mis propias acotaciones. No eran frases, ¡joder! De repente había descubierto todo el pastel.
Una lista ordenada de comentarios que mezclaba con la misma soltura con la que un teleoperador hipoteca a un abuelo con un producto que le perseguirá hasta el subsuelo.
No se lo tomó del todo bien, claro, pero supo valorar el esfuerzo previo. Vino expresamente a casa para ver la lista con sus propios ojos. Trajo cerveza y pistachos. Adoraba las tardes con mi editor.
Eran señal de que escribía.
63 amperios
De nuevo allí, junto al escenario. De nuevo el murmullo del público, el olor a perfumes caros, las risas de las mujeres y la voz del jefe de sala.
La inauguración de un Gran Teatro siempre es un acontecimiento importante para cualquier ciudad. Autoridades, artistas de renombre, infinitas alfombras y la prensa; la maldita prensa local. Esos reporteros no distinguirían un guepardo de un leopardo ni aunque sus vidas les fueran en ello. Ni siquiera yo puedo distinguirlos, ciertamente, pero eso no es lo importante. Odio sus cuadernos de notas, sus bolígrafos afilados, sus críticas construidas desde la más vulgar envidia. Sus acreditaciones, que confunden a menudo con el derecho a entrometerse en tu trabajo.
Malditos chupatintas, venderían su casa, su coche, a su madre y sus vidas con tal de ganar algo de fama. Especialistas en banalizar el arte, y en sacralizar a esa celebridad fotografiada junto a un primate, practicándole sexo oral. Yonquis de la noticia basura, de la fugacidad, de la superficialidad y la saturación.
Y ahí están, en primera fila, como reyes, ¡qué digo reyes, como malditos emperadores! Mañana se quejarán de todo: se quejarán de la temperatura del aire acondicionado, del olor a pintura, del retraso en la apertura, se quejarán del secador de manos, del ambigú, del telón y de la luz.
Se desmaya la luz, el regidor empieza a vociferar por el intercomunicador. Todos están prevenidos. Comienza el espectáculo.
El silencio se apodera de la sala. El público expectante comienza a distinguir siluetas tras la subida de telón. Empieza a sonar un teléfono móvil. Mataría con mis propias manos al malnacido que no ha apagado su teléfono. Pero no, tengo que estar aquí, en este cuarto, mirando cómo estos cacharros se calientan, oyendo sus zumbidos, controlando que ninguna de las cientos de resistencias que los componen decida quemarse.
Entonces, el desastre.
El equipo de escenografía pide ayuda. Uno de los integrantes acaba de lastimarse la muñeca en el último movimiento de telones. Faltan treinta segundos para el cambio de escena y hay dos manos menos en la galería. Agarro el intercomunicador con firmeza y me ofrezco sin vacilar al regidor.
—Alfredo, yo estoy…
—Ni se te ocurra moverte de tu sitio —me grita preso de la cólera.
—Alfredo, no hay nadie más —confiesa preocupado el jefe de escenógrafos.
Silencio, tensión absoluta y respuesta del regidor:
—Corre, corre hacia arriba y cuando hagáis el cambio, vuelve a bajar. ¡Rápido, maldita sea!
Obedezco. Me pongo los guantes, dejo el intercomunicador y corro hacia la galería para realizar el cambio de escena. Todo se ha solucionado a tiempo. La dramática música sobrecoge al público mientras las luces brillan en todo su apogeo. Caen los telajes, cambia la atmósfera, los aplausos camuflan el ruido de las poleas, los gritos de Alfredo, los obturadores de la prensa… y el zumbido agonizante de las resistencias.
Entonces, el desastre.
Oscuridad, humo y olor a quemado. Se activan las luces de emergencia, el público enloquece. Nadie sabe que pasa, pero yo puedo imaginármelo. Puedo imaginarme en la cola del desempleo; ya me veo charlando con la funcionaria de turno, acerca de mi dilatada experiencia, de mi mujer, de mi hipoteca. Puedo imaginarme toda esa miseria en mi camino hacia el cuarto de reguladores, ya pasto de las llamas. El humo es insoportable, y el extintor ¡no funciona! No funciona o me acabo de cargar la manivela. Corro a por una manguera, mientras todo el personal intenta desalojar al público.
Pienso en los titulares de mañana, en cómo estará disfrutando esa manada de buitres carroñeros. Pienso en ello mientras desenrollo por completo esta manguera del demonio. Pienso en el infierno, en las llamas, y en lo cerca que he estado, y de hecho estoy de acabar achicharrado por amor al arte. Me indigno mientras abro la llave de paso, agarrando la manguera con firmeza me dispongo a tirar la puerta del cuarto de reguladores. Soy un maldito héroe y mañana la prensa hablará de lo áspero que es el papel higiénico del Teatro.
Y, la verdad, me da igual que la gente ignore mi heroicidad mientras todo el mundo sepa lo áspero que era el papel higiénico del Gran Teatro de aquella ciudad.
62 combinados sin pagar
Forma parte de una ley no escrita. Los clientes habituales deben por obligación tener algún que otro privilegio en los lugares que frecuentan. No es nada extraño; se trata de un contrato verbal entre el cliente y el tabernero por el cual el cliente se compromete a ser fiel a la taberna por el resto de sus días. A cambio de este honorable gesto, el tabernero se compromete a crear una cuenta a nombre del cliente, la cual usará el cliente para financiar sus gastos, a bien de no tener que salir de casa siempre con dinero (que la cosa está muy mala). Así procede el tabernero, así proceden todos los taberneros.
Siempre fui puntual pagador, todos lo saben; aquellos que me vieron beber en el pasado, invitar más que ser invitado, podrán confirmar lo que les digo. Porque si algo está feo en esta vida, si algo te condena para la eternidad, ese algo es sin duda dejar las cosas a medias, o las cuentas sin pagar.
Porque cuando dejas algo a medias, una parte de ti se esfuma junto con la ya subjuntiva satisfacción del deber cumplido. El único camino que nunca ha de recorrerse por completo es el de la felicidad, recuerden, es un camino y la meta nos llevaría al principio, como en una etapa ciclista con principio y final en la misma ciudad. Tan triste y absurdo como una contrarreloj. Todo el mundo sabe que no se puede ir contra el reloj, a menos que conduzcas un ‘Delorean’ modificado por tu amigo el científico loco de tu barrio.
Es un lastre dejar proyectos a medias pero también es inevitable pues la mayoría de los proyectos nacen de una necesidad. Necesidad interior o exterior que puede desaparecer, o puede dar lugar a nuevas necesidades, o acabar con nuestras fuerzas o, simplemente, con nuestras ganas de emprenderlo. Nadie puede estigmatizarse a causa de esta realidad tan terrorífica como justa. Un proyecto es parte de nosotros hasta el punto de ser nosotros parte de ese proyecto, para cuya ejecución final quizás necesitemos apartar nuestras manazas de él, llegado el momento.
Con esto no quiero justificar en modo alguno el hecho de que finalmente se quedaran sin pagar 62 combinados ya que, si bien es cierto que me preocupé y mucho de conseguir una cuenta en cada una de las tabernas a las que facilité la gloria; no menos cierto es que nadie pudo revelarme a tiempo el momento en que iba a abandonar este mundo.
De todas formas, de seguro habría invertido mis últimas horas en invitar a una última copa a todos los que me arropaban en cada una de mis noches. Y de seguro las habría apuntado en mi cuenta.
A Joaquín, otro amigo que se ha marchado sin despedirse.
leave a comment